El rábano entre las hojas del Congreso | El Nuevo Siglo
Domingo, 8 de Diciembre de 2019
  • Rebaja del salario parlamentario, ¿un imposible?
  • Las cosas comienzan como un acto de confianza

 

No ha logrado el Congreso comprender que es hora de mandar señales claras y sencillas en procura de su propia redención. Es lo que toca en suerte en los actuales momentos de honda controversia sobre el concepto de la democracia y sus alcances en el mundo, que por supuesto también atañe a Colombia como encarnación de uno de los sistemas democráticos más antiguos del orbe. Posiblemente no será la rebaja del salario de los congresistas, como se propuso esta semana en la plenaria, el único aspecto a tener en cuenta. Pero, aun y con todo lo que a algunos pueda sonar de demagógico, un mensaje de ese tenor colaboraría en la recuperación de la institución, tanto en cuanto a símbolo como en sintonía popular.

Por tanto, es lamentable que la propuesta, en esta ocasión surgida del propio presidente del Senado, hubiera suscitado una reacción tan híspida y contradictoria, además con todo tipo de justificaciones exculpatorias. En principio, lo que pudo otearse de la sesión correspondiente fue una carrera protagónica por la autoría de la idea, entendido que algunos partidos ya la habían presentado o incluso la habían elevado a la consulta popular anticorrupción. No obstante, a raíz de ese escenario casi infantil de toma y dame, se perdió la oportunidad de haber actuado ipso facto y de conjunto. Es el caso típico de disiparse el rábano entre las hojas.        

Para concretar aquella posibilidad habría que decir, en primera instancia, que en modo alguno se trata de un problema de legitimidad institucional del Congreso, que no lo hay, ni tampoco que la puesta a tono del salario parlamentario con otras latitudes latinoamericanas, rebajándolo a un promedio similar, sea el único objetivo. Pero sí se trata, como premisa básica, de adecuar la remuneración de los congresistas a las realidades del país y escuchar las voces que hace tiempo vienen pidiendo la adecuación, como muestra de voluntad y sincronía popular. Y eso ameritaría, por descontado, una acción concertada de todas las bancadas, aunque fuera tan solo en ese punto mínimo.

Porque asimismo ya debería estar bien asimilado que la fórmula prevista en la Constitución, como mecanismo alternativo para suplir el repelente espectáculo de la auto remuneración del Congreso, según era costumbre antes de la Constituyente de 1991 a razón de las ponencias de las dietas parlamentarias anuales, jamás tuvo de pretensión un estipendio excesivo a razón de lo que hoy ocurre con los 44 salarios mínimos de mensualidad. La idea de los constituyentes era, ciertamente, un salario respetable para los congresistas y eliminar de la corporación aquella función deprimente, a cambio de algún instrumento matemático constitucionalizado, pero nunca en los factores que se han desdoblado exponencialmente con el paso del tiempo. Es probable que volver al método anterior sea un despropósito, aun cuando ello podría producir un mayor escrutinio público. Quizás es más fácil jerarquizar los salarios a partir de los emolumentos del vértice presidencial, en vez de tanto rodeo inútil, pese a que cualquier opción será bienvenida.   

De otra parte, nadie podría argüir que el Parlamento actual no se sustenta, además del soporte normativo tradicional y legítimo, en la votación más alta registrada en la historia nacional para período legislativo alguno. Es pues una señal esperanzadora ver cómo, dentro de la trayectoria política de nación, la democracia ha venido ganando terreno frente a la abstención. Asimismo, es igualmente plausible descartar, de este modo, embelecos ideológicos opresivos y antidemocráticos como el voto obligatorio ante la respuesta electoral creciente. También es bueno corroborar que se ha enriquecido el debate con la representación y el concurso de fuerzas disímiles, a pesar de que aún el hemiciclo no se ha podido liberar de los efectos polarizadores que han estremecido al país durante los últimos lustros, evitando cualquier punto de encuentro, por más pequeño. Y no es menos cierto que el régimen de bancadas y otros elementos han servido para mejorar el desarrollo de las discusiones legislativas.

Pero la verdad sea dicha, lo que a la larga está en juego no es exclusivamente el salario parlamentario, sino también el deplorable costo que ha adquirido la política, en buena medida a raíz de la inefable circunscripción nacional. Si a ello se suman los escándalos de corrupción asociados con la actividad electoral, como el ya emblemático de una parlamentaria en fuga fílmica o asimismo el de la erosión putrefacta de Odebrecht en la hechura de las leyes, para no entrar en los persistentes y de tan variada índole de otras ramas del poder público o en instancias regionales, la gente no entiende, de repeso, por qué se ha de pagar por ello con dineros del erario. Ni tampoco es factible comprender, en ese ambiente deletéreo, por qué se recurre a mecanismos de financiación estatal de la política, cuando de antemano prepondera el espíritu fraudulento, como inclusive advirtió con insistencia la Procuraduría en las últimas elecciones y lo confirmó, para el caso de la trashumancia, el mismo Consejo Nacional Electoral.

Toda esa atmósfera contribuye, desde luego, al descrédito de la democracia. Pero como ella ante todo es un acto de fe, los parlamentarios podrían, si quisieran, enaltecer su vocería democrática acaso comenzando por el hilo más delgado: su salario. Sería un acto de confianza. Y por la confianza arrancan las cosas.