Tras intensas negociaciones en los últimos días, que por momentos estuvieron a punto de romperse y al final fue necesaria la mediación de la Procuraduría y otras entidades, el Gobierno logró firmar un acuerdo con los líderes del paro cívico en Buenaventura, que luego de tres semanas generó pérdidas que algunos tasan por encima de los doscientos mil millones de pesos.
Para lograr que se suspendiera el bloqueo del principal puerto sobre el Pacífico, el Ejecutivo tuvo que comprometerse a un extenso pliego de compromisos de inversiones en obras, programas y proyectos, no sólo a corto plazo, es decir lo que le resta de su segundo mandato, sino con metas a diez años. Un plan que incluye la creación, por ley y como mecanismo para asegurar el cumplimiento de lo pactado, de un fondo de patrimonio autónomo con un capital superior a los 1,5 billones de pesos que será manejado de forma conjunta por la esfera nacional, departamental y local. Y un plan que determina los montos específicos a destinar para la construcción de una red maestra de acueducto y alcantarillado, infraestructura hospitalaria, ampliación de cobertura en salud, reactivación de economía local, un clúster portuario, la red de transporte al interior del Pacífico, adecuación de instalaciones deportivas y compromisos para construcción de vivienda gratuita y de otras modalidades. Incluso se detalló la solicitud de un crédito externo por 76 millones de dólares para fortalecer ese fondo de patrimonio autónomo, que será alimentado, además, por apropiaciones específicas del impuesto de renta.
Como se ve, lo negociado y pactado allí no es un simple acuerdo para levantar paros cívicos locales, de los muchos que se han firmado en los últimos años, sino que tiene dimensiones estructurales y los consecuentes costos billonarios, a tal punto que se denomina “plan de desarrollo social a diez años para el distrito de Buenaventura”.
Desde hace tres semanas, cuando estalló la protesta en el puerto, paralelo a otra que se desarrollaba en Quibdó, advertimos que lo más preocupante era que sus líderes no estaban planteando muchas nuevas exigencias, sino conminando a que se cumplieran los compromisos adquiridos en los pactos firmados para levantar paros el año pasado o incluso hace apenas algunos meses. Desde ese punto de vista es claro, entonces, que una de las causas de las movilizaciones sociales termina siendo, no en pocas veces, que el Estado no honra los acuerdos que firma y que esa deficiencia incrementa la inconformidad y ánimo beligerante de las comunidades a tal punto que, cual olla de presión, llega un momento en que estallan y acuden a las vías de hecho.
Sin entrar a analizar si lo que se pactó en Buenaventura es justificado o no, aunque para todo el país es obvio que el puerto es una de las zonas del país con más necesidades básicas insatisfechas y mayores índices de pobreza y desigualdad socio-económica, es claro que muchas localidades y comunidades en el resto del territorio han seguido muy de cerca el desarrollo de los acontecimientos allí y, sobre todo, el pacto que se firmó para levantar el paro. Y dado que, como se dijo, este no fue un acuerdo más, con metas cortoplacistas y compromisos etéreos, sino todo lo contrario, es muy posible que esas poblaciones traten de imitar lo ocurrido en la atribulada ciudad vallecaucana en pro de presionar del Ejecutivo una plataforma de compromisos similares, con ley a bordo para garantizar el cumplimiento del arreglo e incluso fondo con patrimonio autónomo y de destinación específica.
Es claro que debía afrontarse la crisis en Buenaventura. No podía el Gobierno darle la espalda a la difícil coyuntura, más aun siendo claro que sí hubo incumplimiento de anteriores pactos. Pero en medio del agitado clima social y laboral que atraviesa el país, el monto de lo negociado para solucionar el paro en el puerto sobre el Pacífico se convierte ya en un aliciente para muchos sectores que están exigiendo del Ejecutivo cesiones en materia presupuestal, salarial y de acción gubernativa. Ese no es un riesgo menor, más aún si, como se indicó días atrás, crece la percepción pública de que hay un gobierno débil y desgastado que no tiene margen de acción para resistir la presión, pese a que la situación económica y fiscal es bastante delicada.