* El prevaricato autocrático
* La Constitución, siempre la Constitución
Cuando se habla de poder constituyente se trata de la capacidad que tiene el pueblo de “constituir” sus propias instituciones. En el caso de la Carta de 1991, según reza el texto del preámbulo, fue el pueblo de Colombia el que, con base en el ejercicio de su soberanía y representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, decretó, sancionó y promulgó la Constitución Política del país a partir del 7 de julio de ese año.
Precisamente la Carta establece, dentro de los criterios demoliberales que la animan y configuran, que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. Una facultad, asimismo, que el conglomerado social ejerce de forma directa o por medio de sus representantes en los términos que la misma Constitución determina, sentando los pilares de las dos facetas políticas esenciales: la democracia representativa y la participativa.
Es justamente en tal sentido que los ciudadanos tienen derecho a elegir y a ser elegidos y a tomar parte en elecciones, plebiscitos, referendos, consultas populares y otras formas de participación, como la Asamblea Constituyente. Fue este, sin duda, uno de los grandes avances de la Constitución de 1991.
De hecho, siendo la Constitución colombiana “norma de normas”, como se dictamina en sus primeros artículos, cualquier incompatibilidad con sus principios se resuelve ipso facto en favor de las disposiciones constitucionales. No solo es entonces deber de nacionales y extranjeros acatar la Constitución y las leyes, sino que los servidores públicos, y desde luego los de más alto rango, comenzando por el presidente de la República, son adicionalmente responsables por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones. Por lo cual, cuando así proceden, quedan incursos en el delito de prevaricato.
Actuar por fuera de la Constitución para reformarla o derogarla cae, naturalmente, en una estrepitosa e ilegal conducta de este tipo que, para el caso en mención, se llama golpe de Estado. Todavía más cuando se habla de poder constituyente, no para canalizarlo y promover su desarrollo dentro del cauce constitucional, juramentado y vigente, sino para descarrilarlo y propiciar la fractura de la misma Carta con el fin de derruir la democracia. De suyo, el pueblo colombiano en su conjunto (no como si se dividiera en compartimientos estancos) goza de plenas garantías para participar en la conformación, ejercicio y control del poder político a través de las atribuciones ya señaladas. Incitarlo a un revolucionarismo obsoleto y regresivo, apropiárselo como si fuera fantasiosa materia de patrimonio personal, inducirlo al delito a partir de la intoxicación retórica, evadir las responsabilidades gubernamentales para dedicarse a la verbosidad interminable, cobrando maneras autocráticas, todo ello y mucho más, no hace parte por supuesto de ningún mandato electoral. Nadie elige a un presidente para que ande de tarima en tarima, sea en Puerto Rellena, en los balcones de la Casa de Nariño o en alguna marcha de celebración del día del trabajo, además imbuido de un anacrónico ventijulierismo, sino para dar resultados administrativos y legislativos factibles y concretos.
A falta de ellos, y a no mucho tiempo de iniciarse en firme las campañas para el siguiente periodo presidencial y parlamentario, el primer mandatario, Gustavo Petro, anda del timbo al tambo diciéndose y desdiciéndose sobre la intempestiva convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente; luego dizque ésta no le sirve si es bajo las cláusulas democráticas establecidas en la Constitución; más tarde cambia la repentina idea de la Asamblea por un supuesto referendo que de pronto saca de la manga; y así pasan las semanas sujeto el país a la balota que salga, en general los viernes, de la inescrutable tómbola de su pensamiento movedizo.
Bajo esa perspectiva, bien puede pues el gobierno, si en verdad quisiera, presentar el texto del referendo directamente al Congreso o hacerlo a través de al menos dos millones de firmas (el cinco por ciento del censo electoral), inclusive una fórmula popular más práctica que las llamadas “asambleas” del pueblo que dicen y con el mensaje de urgencia obligatorio. Es decir, que en tanto estudia la iniciativa el Parlamento no podrá ocuparse de otras reformas o leyes, además de llevarse a cabo el procedimiento con estricto cumplimiento de la ley. Reformas, por su parte, que se encuentran hoy en vilo por las torticeras maniobras descubiertas entre los corruptos de la Casa de Nariño y de algunas entidades vinculadas a la sede presidencial con congresistas de los partidos oficialistas que ocupan las más altas dignidades, en una azarosa coyunda palaciega y parlamentaria que podría traducir un enorme concierto para delinquir.
Lo que en todo caso no existe en Colombia es una Asamblea Constituyente o un referendo sin autorización del Congreso, por más populismo de que se quiera hacer gala. En efecto, las instituciones colombianas no están bloqueadas. Lo que hay, bien por distraer el ineludible impacto de las investigaciones de la corrupción reinante (denunciada por los mismos partícipes oficiales); bien por la demostrada ineficacia administrativa o bien por la ignorancia jurídica permanente para hacer las leyes, es un sintomático autobloqueo gubernamental. Del que, además, y a juzgar por la efervescencia calenturienta y el tono zigzagueante de quien no tiene rumbo, exasperado, se pretende salir de la peor manera: bloqueando la democracia.