El tenebroso conflicto armado colombiano con sus muertos y heridos, durante décadas hizo trizas el respeto por los derechos humanos. Al surgir los grupos armados con pretensiones de tomarse el poder por la fuerza, en las zonas de la periferia en la cuales la presencia del Estado era escasa o inexistente, los habitantes pasaron por terrible penalidades y sufrimientos, sin que sus lamentos conmovieran seriamente a los gobiernos de turno. La Nación se acostumbró a que en Colombia sobrevivieran distintas formas de organización social, algunas de espaldas al Estado. Y la violencia al estilo de la revolución cubana se convirtió en uno de los medios más eficaces para impedir el desarrollo regional. Las carreteras las minaban para evitar la movilización de la población y las autoridades, los campesinos y sus familias caían a cuentagotas en los campos minados. Sin contar las víctimas fatales provocadas por los cilindros bombas y ataques indiscriminados a las poblaciones. Los desplazados abandonaban sus viviendas y negocios en las zonas rurales, dejando atrás pueblos fantasmas. El atraso en materia de desarrollo humano y social, por la violencia ha sido incuantificable. Medio siglo en esa guerra destructiva y de tierra arrasada mermaron las fuerzas de los campesinos y las gentes de bien para proseguir la labor colonizadora y civilizadora. Y, para colmo, surgió la siembra cocalera que destruye la capa vegetal en las cordilleras y genera recursos multimillonarios para el rearme de antiguos y nuevos agentes de la violencia homicida.
La transgresión casi permanente de la ley en esas zonas periféricas hizo de gentes buenas y pacíficas verdaderas fieras. La ausencia de la justicia en las regiones olvidadas terminaría por ser sustituida por elementos locales armados, sin control estatal ni entrenamiento, ni disciplina. Lo que multiplicó el horror de las depredaciones y crímenes. La muerte de culpables e inocentes en los campos se convirtió en la forma como los grupos armados hicieron visible su poder destructivo y de intimidación, para sustituir el Estado. Así que la violencia demencial, como en nefasta espiral, en la medida que se extiende por el país genera más y más muertes. En algunos casos los hijos vengan la muerte de los padres, en otros la codicia presupone el despojo de los más débiles de su tierra y propiedades, puesto que se forman “zonas independientes” donde se impone la ley de la fuerza por parte de las Farc, cuyos jefes se apropian de grandes extensiones de tierra, o de quienes la enfrentan en los campos y aldeas. Lo que implica, desde luego, la violación permanente de los derechos humanos. Por efectos psicológicos esa guerra intestina en los campos se hace invisible para los citadinos, no porque no la puedan ver, sino por la sencilla razón de que quieren ignorarla mientras no los toque.
Hasta que las violaciones de los derechos humanos se extienden a las zonas urbanas o son registradas por medios de comunicación que antes las ignoraban como noticia, con el pretexto de que no se habían confirmado. Y como era una guerra sorda y en la oscuridad, raras veces los corresponsales de guerra del exterior venían a Colombia, con excepción de los días de las conversaciones de paz durante el gobierno de Andrés Pastrana, en San Vicente del Caguán, que hizo visibles a las Farc y sus depredaciones. Lo mismo que durante los acuerdos del gobierno de Álvaro Uribe con la Ley de Justicia y Paz, que hace visible la contraviolencia paramilitar. Así como hoy, mientras se conversa en Cuba, la presión y lamentos de las víctimas determina que aparezcan en los medios más noticias de los crímenes contra la población civil.
Son hechos trágicos de la vida colombiana, herencia de violencias intestinas locales y de la guerra fría, como de la exportación de la revolución por otros Estados que desde la clandestinidad atentan contra la soberanía nacional, como la progresión de los negocios ilícitos a la sombra del conflicto, provocan millares de víctimas en la periferia del país. La recuperación de la autoridad y del pleno ejercicio de la ley, en tanto siguen los negocios turbios, es lenta en esas zonas lejanas y olvidadas, contra la que conspira la minería ilegal. Pero aún así, gracias a los denodados esfuerzos oficiales, los avances son de la mayor trascendencia. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos dispuso borrar a Colombia de la lista negra de los grandes violadores de libertades individuales. En medio de las malas noticias que circulan todos los días, debemos regocijarnos de ese reconocimiento internacional tan positivo para el país y redoblar los esfuerzos por alcanzar el imperio pleno de la ley, el respeto por la vida del otro y la derrota de la barbarie.