Cuando empezó el confinamiento las ciudades quedaron en silencio. Un lujo que no se vivía desde fines del siglo XIX.
Raffaele Kohler, un trompetista en Milán fue uno de los primeros en romper ese silencio, abrió la ventana de su casa y tocó O mia bella Madunina, una canción milanesa. Siguió durante 45 minutos mientras recibía los aplausos de sus vecinos emocionados.
En minutos su concierto le dio la vuelta al mundo y su ejemplo fue replicado. En balcones de todo el mundo aparecieron cantantes que llenaron el silencio con los pasajes más populares: el brindis de La traviata y La donna è mobile de Rigoletto de Verdi, algunos hasta con pistas orquestales. Siempre la misma respuesta de sus vecinos y los mejores comentarios en la internet, encargada de divulgarlos.
Cada uno ha tenido su cuarto de hora y disfrutado de efímeros momentos de gloria. Ninguna gran estrella del canto ha salido al balcón.
En Colombia la primera fue Olga Ospina, una violonchelista que abrió el balcón de su apartamento en la habitualmente ruidosísima carrera Séptima de Bogotá para su improvisado concierto: la aplaudieron y el vídeo se hizo viral.
Lo de Ospina, miembro de la Filarmónica de Bogotá, fue un gesto de suprema audacia, pues los profesionales de la llamada música clásica prefieren la intimidad y acústica de las salas de concierto.
Con los teatros cerrados, los músicos han recurrido a hacer sus presentaciones a través de la Internet: Jonas Kaufmann, el primer tenor del mundo, transmitió desde la soledad de una de las salas de concierto de Múnich el desolador ciclo Viaja de invierno Franz Schubert.
Aquí la Filarmónica de Bogotá convocó a sus miembros, cada uno desde su casa con celular para tocar Colombia tierra querida de Lucho Bermúdez.
Eso ha tenido tanto de largo como de ancho. En Nueva York la Metropolitan Opera House invitó a 40 estrellas del canto para hacer desde sus casas una Gala virtual y recaudar fondos. En materia de Galas la Met ha hecho las mejores de la historia, especialmente cuando la casa estaba dirigida por el hoy proscrito James Levine.
Esta de la Met fue un estrepitoso fracaso y más de una de sus estrellas se expuso más de lo necesario: doloroso ver al tenor Roberto Alagna en Elixir de amor abrazado de una botella, a Piotr Beczala en arias de Puccini o a la mezzosoprano Elīna Garanča abrazada de la biblioteca de su casa en la Habanera de Carmen, así sucesivamente, flojas las interpretaciones y condiciones técnicas de las transmisiones, nada: “a la altura de la Met.”.
Con mejor suerte corrió la pianista colombiana Teresa Gómez, que desde la intimidad de su casa en Medellín, la noche de sábado 2 de mayo, por YouTube convocó para celebrar, con un recital su cumpleaños. Sólo con el apoyo técnico de su hija Adriana Moreno -Mi gran cómplice, le declaró a Semana- y Juan David Correa de Matacandelas, recorrió, primero, el Andante del Concierto italiano de Bach, las Variaciones sobre un tema de Paisiello de Beethoven- la primera obra de Beethoven que estudié después de Para Elisa que casi siempre los estudiantes masacran- enseguida el Nocturno op. O nº 2 en Mi bemol mayor de Chopin para terminar con repertorio colombiano, Lejano Azul y Malvaloca de Calvo y Hacia el calvario de Vieco a la memoria de su madre adoptiva.
Sin la tecnología de la Met, pero sí con esmero en la calidad del sonido y entrega artística, Teresa dio una lección de cómo hacer las cosas.
De haber sido un duelo, habría sido el de David y Goliat.