PARADO sobre una tarima en la Plaza de Bolívar, frente a un centenar de miradas curiosas, Miguel Ángel entendió por qué tantas veces su compañero de celda de la Penitenciaría de Acacías, Meta, le repetía que la vida se las ingeniaba siempre para ponernos ante una segunda oportunidad.
Era martes 27 de febrero de 2018. Un grupo de pospenados -como se conocen a quienes cumplen su condena y están listos para vivir en sociedad- había llegado hasta el centro de la ciudad para participar de una feria artesanal. Miguel llevaba consigo varias alcancías de cerámica; figuras en forma de superhéroes y animales que vendió sin dificultad en unas cuantas horas.
Todas pulidas y pintadas con esmero, porque esas manos suyas, que hasta hace pocos años arrebataban carteras y celulares, que empuñaban armas para atracar locales y señoras asustadas, aprendieron a tallar madera y a convertir la cerámica en alcancías, artesanías y objetos gratos de llevar a casa.
Minutos antes, armado de un valor que no creía poseer -un hombre tímido y callado- se paró en la tarima e improvisó algunas líneas: “Si tienen un ser querido privado de la libertad no dejen de creer en él. En la cárcel hay muchos buscando una segunda oportunidad. A diario los noticieros muestran de capturas de gente que reincide; pero muchos sí aprendemos la lección”.
Es que Miguel Ángel Navarrete Garzón tenía una vida antes de la cárcel: hasta 2001, despertaba cada día en su casa del barrio San Francisco, en Ciudad Bolívar, sin otro propósito que rebuscarse unos cuantos billetes atracando. Cuando bucea en sus recuerdos se ve a sí mismo como un muchacho desorientado, amargado por el recuerdo de una madre que los abandonó a él y a sus tres hermanos. Vivió algunos años al cuidado de su abuela y otros más en casa de una tía.
Su padre, albañil honesto y trabajador, lo formó en el rudo oficio de la construcción. Pero Miguel, dueño de una desmesura que no supo atajar a tiempo, volvía siempre a las calles. A la banda. Al vicio: un coctel delirante de bazuco, pegante, mariguana, drogas psiquiátricas. Desintoxicarse, contará luego, le tomaría año y medio.
A nadie en el barrio le extrañó entonces que el joven terminara preso. Porque Miguel, todos lo sabían, vivía siempre al borde del abismo. Estuvo primero en la cárcel La Modelo de Bogotá y luego en la penitenciaría de Acacías. Ambos encierros, separados por unos pocos meses. “Al quedar libre la primera vez estaba comprometido a cambiar, pero saliendo de trabajar de una construcción, me pidieron papeles y descubrieron que tenía una nueva orden de captura”.
Entonces intuyó su naufragio. El pelo comenzó a caérsele producto del estrés emocional. Las puertas de su celda se abrían desde las seis de la mañana y volvían a clausurarse con candado pasadas las cuatro de la tarde. Horas y horas caminando en el Patio 20, en las que veía pasar su vida en cámara lenta. “Eso te obliga a reflexionar, a preguntarte porqué otros que, como yo, tuvieron una infancia dura, no terminaron delinquiendo. Estudiaron, trabajaron, construyeron una familia. La cuestión es entender desde muy jóvenes cuál es nuestro propósito en la vida”.
Buscando entonces cómo distraer las horas muertas aprendió a fabricar artesanías y a tallar madera. “Un talento que no sabía que tenía”, dice. Y entendió de paso que la cárcel revela lo que somos: no es un espacio donde conviven seres malvados sino seres equivocados.
El relato de esos años lo hace en el segundo piso de una casa del barrio Chapinero, en Bogotá. Allí funciona Casa Libertad, iniciativa del Ministerio de Justicia y el Derecho y el Inpec, que desde 2015 busca oportunidades con el sector privado y distintas organizaciones para que los pospenados puedan capacitarse, emplearse o emprender un proyecto productivo.
Miguel se acercó al lugar buscando ponerse a salvo de su pasado; había delinquido tanto que su corazón necesitaba reposo. Tenía 31 años, dos hijas -Lizeth y Daniela, hoy de 12 y 18 años- y unos deseos insobornables de cambiar el rumbo. Una vez libre, tomó talleres de emprendimiento y educación financiera; aprendió cómo presentarse en una entrevista de trabajo y hasta cómo embestir las tentaciones que podrían llevarlo de regreso a los malos días.
Además de orientación laboral, en Casa Libertad –que pasó a ser operada por el Distrito a través de la Secretaría de la Secretaría Distrital de Seguridad, Convivencia y Justicia–, los pospenados encuentran apoyo psicosocial, diplomados, cursos del Sena, becas de estudio, programas para superar adicciones y hasta créditos para microempresarios. Todo con el apoyo de entidades como Colsubsidio y la Fundación Acción Interna, como explica la Teniente Sandra Guarín, coordinadora del programa y el ángel tutelar de decenas de pospenados.
Apoyado por Casa Libertad, Miguel consiguió trabajo, primero en una empresa de mercadeo y publicidad para la que instalaba avisos en bares y restaurantes. Y en esas estaba cuando se presentó ante una reconocida empresa de tiendas de café, donde se gana la vida como administrador gracias a un contrato con todas las prestaciones.
Otros 80 pospenados han tenido la misma suerte en esta empresa. Y en una Bogotá donde cada mes recuperan su libertad unas 400 personas. “Junto al Distrito Capital acompañaremos y apoyaremos a los usuarios de Casa Libertad, que contará con dos nuevas líneas de atención: familiar y comunitaria. Y se fortalecerá el acompañamiento psicosocial y productivo para evitar la reincidencia”, aseguró Gloria María Borrero, ministra de Justicia y el Derecho durante el relanzamiento del programa en días pasados.
“Estamos dándolo todo para dejar las puertas abiertas a otras personas que salgan en libertad y busquen una oportunidad”, se le escucha decir a Miguel. Y es lo mismo que les repite a sus hijas y a su padre, el único familiar que lo visitaba en prisión. A Benilda, su abuela de 92 años, que lloró sus malos pasos y que hoy sonríe al notar las miradas de respeto que despierta su nieto en el barrio. A los vecinos que se congregan en la iglesia a la que asiste y hasta a algunos clientes a quienes les cuenta su historia y terminan por regalarle palabras de admiración.
Hoy carga la esperanza como moneda suelta en los bolsillos. El tiempo libre lo dedica a sus alcancías, con la complicidad amorosa de sus hijas. Su sueño es acondicionar un taller que le permita vivir de su arte y emplear a más colombianos, pospenados como él, que están convencidos de las segundas oportunidades.