RAFAEL DE BRIGARD, PBRO. | El Nuevo Siglo
Domingo, 18 de Mayo de 2014

Convencidos en tiempos tibios

 

La  reciente canonización de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II puso sobre la mesa el valor de muchas cosas. Por ejemplo, en el primero, el valor de la bondad para transformar lo que parecía inmutable por todos los siglos como lo era el modo de andar de la Iglesia a mediados del siglo veinte. En el Papa polaco saltó a la vista el poder de las convicciones religiosas para adelantar enormes transformaciones sociales y políticas a lo largo y ancho del mundo.  En ambos se dejó ver una fuerza increíble y de consecuencias imprevisibles que suele ser despreciada por el pensamiento secular y es la fuerza espiritual. Con ella y no con otra palanca estos dos colosos de la fe católica brillaron en esta época, todavía es la misma de ellos, caracterizada hasta los tuétanos por la tibieza y la falta de convicciones en todas partes y personas.

El espíritu de nuestro tiempo, más que ser libre y creativo, se presenta  tibio, indeciso, bebedor de aguas insípidas y de brebajes amargos. Son aguas de poca profundidad.  Todo lo que navega es de poco calado y el norte es confuso. Nada de esto afectó a estos nuevos miembros del santoral. Al contrario, les dio de espuelas para dejar ver las inmensas posibilidades que anidan en el alma humana cuando de convicción está llena y cuando el espíritu mediocre no la toca ni subyuga. Y les permitió demostrar sin asomo de duda que no es cierto que el ambiente sea invencible y que sea condicionante que se impone totalmente. Nada de eso. Mientras todo se hacía borroso y peligroso en el mundo -época de guerras frías, misiles precalentados, revoluciones callejeras y olas de sinsentido- estos hombres y seguramente otros más, también mujeres, se abrían paso a otro ritmo y señalaban caminos ciertos para millones de personas.

Cuando Jesús resolvió subir a Jerusalén, Pedro quiso impedirlo, pretendió decirle al Hijo de Dios lo que  tenía que hacer -la vieja tentación de decirle a Dios lo que debe hacer, anota con agudeza Benedicto XVI-.  Pero el Mesías emprendió camino hacia la ciudad invencible, la Ciudad Santa de Jerusalén. Para la urbe legendaria fue el inicio del fin, pero para Cristo el culmen de su obra inmensa. Son estas las sendas que recorren los no mediocres, los santos, los que tienen convicciones profundas. Los hay también en nuestro tiempo débil.