Durante mucho tiempo el mayor incentivo que tuvo Colombia para practicar una especie de “auto-contención” frente a Venezuela fue su interés en preservar la funcionalidad de la dinámica, fluida y porosa frontera que separa, pero sobre todo conecta, ambos países. Más que los diálogos con las Farc en La Habana —donde Cuba actúa como fuerza disciplinadora, tanto de esa organización como del gobierno venezolano—, fue la necesidad de mantener la normalidad en las relaciones transfronterizas, cuyo impacto económico y social penetra profundamente en territorio colombiano, lo que motivó al Gobierno a mantener una significativa tolerancia frente a Caracas. Ello implicó adoptar una estrategia de modulación y concesiones, en la que, sin embargo, también hubo espacio para tomar distancia: por ejemplo, en la cumbre de Unasur en Lima poco después de las elecciones presidenciales, y posteriormente, al recibir el presidente Santos a Henrique Capriles, aún investido como líder natural de la oposición venezolana.
La crisis diplomática y humanitaria provocada por las decisiones adoptadas por el presidente Maduro liquidó ese incentivo. No hay ya, virtualmente, funcionalidad ni normalidad fronteriza qué conservar. Esto supone una relativa ampliación del margen de maniobra de Colombia frente a su vecino, aún más tras quedar inicialmente descartado el diálogo bilateral como consecuencia del recrudecimiento de la arremetida anticolombiana y la persistencia del tono prepotente, provocador y no exento de cinismo con que se pronuncian los discursos desde Miraflores.
El fiasco experimentado en la OEA, la dilación de la reunión de Unasur (convocada por Colombia con carácter urgente), y la fallida mediación de los cancilleres Timerman y Viera, implicaron también el agotamiento de la alternativa multilateral. Por eso no tenía mucho sentido haber ido a Quito hace una semana, para que al cabo de la reunión patrocinada por Ecuador y Uruguay se anunciara la ausencia de cualquier avance diplomático frente a una Venezuela intransigente, empeñada en atribuir a Colombia la responsabilidad de todos sus males y en imponerle, casi punitivamente, una “nueva frontera”.
Mañana va el presidente Santos para Quito, a encontrarse con Maduro, cuando acaso hubiera podido responder como el escribiente de Melville: “preferiría no hacerlo”; y aplicar, en esta crisis de desgaste, toda su capacidad de resistencia frente a un régimen que luce cada vez más desesperado. Una cita como esta exige tener claramente definido el horizonte y el criterio de éxito, el balance entre lo imperativo, lo deseable y lo posible. Llegar a Quito sin ello sería simplemente oxigenar a Maduro, convalidar su política, y repetir, innecesariamente, los errores del pasado.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales