“Noblesse oblige” decían los caballeros de la época carolingia. Significaba que los de cuna noble debían comportarse de una manera que no desdijera de su nacimiento. Y no solamente respecto de las normas de guerra, que era su actividad principal (los concilios medievales aprobaron la “Paz de Dios “y la “Tregua de Dios” y la regla de que la guerra debe hacerse leal y “caballerosamente”, de donde provienen todas las normas actuales de la guerra), sino que los privilegios conllevan responsabilidad y la obligación moral de portarse bien y generosamente con todos, especialmente con los pobres y las mujeres. De allí surgieron los códigos de caballería que implicaban defender el derecho y luchar contra la injusticia y el mal. Don Alonso Quijano fue un modelo de caballero.
Las palabras “caballero” y “caballerosidad” tienen hoy ese mismo sentido y pueden resumirse en una sola palabra: decencia. No se necesita mayor ilustración ni mayor detalle para entender que la decencia es todo un código de portarse bien. En mi niñez los colegios tenían una clase de cívica que enseñaba precisamente eso pero que desapareció, conjuntamente con la historia, de los pénsums escolares. Por eso en Colombia somos campeones en crímenes contra niños, contra mujeres, contra los vecinos y contra la naturaleza. Nadie le ha enseñado a la gente como portarse ni lo aprenden tampoco en casa.
Hay una falla educacional de la cual es responsable, aunque no sola, la Fecode porque lo que aprenden en la universidad no incluye cívica ni ética sino a hacer manifestaciones, ojalá violentas, como medio para “exigir” -siempre “exigir”- cada día más privilegios. También son producto la corrupción, el narcotráfico, acusar a alguien con falsos testigos, como lo ha hecho el Cepeda de marras, sobornar jueces como sucedió con el “cartel de la toga”, hacer videos como El Matarife o atacar al Gobierno por una falsa alianza con un oscuro personaje como el Ñeñe Hernández (recientemente Sergio Araújo Castro, amigo y coterráneo de toda la vida de ese sujeto, desmintió incluso que se hubiera tropezado, salvo en una oportunidad, con el entonces candidato a la presidencia, Iván Duque. Pero de la calumnia algo queda).
Petro perdió las elecciones presidenciales por 2 millones 300 mil votos. Pero en vez de aceptar su derrota, como lo exigían la decencia y la caballerosidad, anunció que, de ahí en adelante” “nos veremos en las calles”. Y así fue. Apenas posesionado empezaron las revueltas, al mando de la Fecode y la CUT. Y solamente la pandemia nos ha librado de más desórdenes.
En marzo pasado, apenas comenzaba la pandemia, propuso que dejáramos de pagar impuestos, servicios y deudas. Ahora incita a la desobediencia civil y pone en duda la legitimidad del gobierno de Duque porque -lo dice un miembro y expresidiario amnistiado del M-19- ganó con “dinero untado de sangre” que le permitió comprar votos en la costa caribe, Santanderes y Antioquia.
Se basa en las publicaciones de Gonzalo Guillén, el creador de Matarife. Y anuncia que acudirá a instancias internacionales. Está convencido de que, porque una vez ganó ante la CIDH siendo alcalde, va a conseguir algo ahora. Pero la CIDH, bastante desacreditada por cierto, no tiene facultades para cambiar los resultados electorales en Colombia.
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Coda: Estados Unidos no ha ratificado el estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI) y, por consiguiente, ésta no tiene facultades para juzgar a sus soldados, hayan o no cometido delitos. La fiscal de la CPI se equivoca al pretender un proceso contra ellos y Trump tiene razón al desconocer esa pretensión. El derecho internacional todavía funciona, afortunadamente.