Si llegan a comprobarse, así sea parcialmente, los latrocinios de dineros destinados a enfrentar la pandemia, sería la muestra más diciente y vergonzosa de los extremos a donde puede caer la moral pública en nuestro país. Sería la chispa que buscan los pirómanos para “justificar” la explosión social.
La autoridades hacen lo mejor dentro de lo posible para que sobrevivamos, con el menor daño, a la crisis provocada por el coronavirus que tiene asolado al mundo.
Sanear el planeta y recuperar las economías serán operaciones costosas que requerirán tiempo, esfuerzos y dinero. Billones y billones de pesos deberán trasladarse de obras indispensables para el país, sacrificando inversiones y golpeando el nivel de vida de los colombianos. Y es preciso hacerlo oportunamente y con buen ánimo porque tratamientos, medicinas, hospitalizaciones tienen prioridad.
Ni su atención ni el hambre admiten demoras.
Estas circunstancias ineludibles han contado, hasta el momento, con la aceptación resignada de los afectados y despertaron un sentimiento de solidaridad alrededor de la desgracia. Pero la opinión pública es volátil. Nadie garantiza que dure indefinidamente.
Por eso se explica la indignación unánime que despiertan las noticias sobre el robo de los dineros destinados a los más afectados.
Los anuncios de subsidios, tanto generales como específicos, son bien recibidos y ni los especialistas más ortodoxos se atreven a oponerse a las acciones de salvamento por parte del Estado.
Hasta ahí todo va bien. Pero comenzaron a publicarse denuncias verdaderamente inimaginables. En medio de la crisis se deslizan los ladrones que aprovechan cualquier circunstancia, porque ya están cebados en las arcas oficiales y proceden con la audacia que da la impunidad. Por la cantidad de denuncias y las cuantías, parece que estuviéramos al borde de caer en una feria de saqueos de los recursos públicos, precisamente en los momentos que más se necesita utilizar con absoluta pulcritud hasta el último centavo.
Pero así como hay consenso sobre la necesidad de intervención estatal, se abre para el Gobierno un nuevo frente, aún más explosivo que el hambre y el desempleo: la indignación, in crescendo, por los manejos inescrupulosos de los dineros públicos que en breve plazo los ciudadanos tendrán que pagar. Y ante la escasez de recursos, el colombiano es cada vez más consciente, de que puede estar pagando impuestos para que se enriquezcan los asaltantes del erario.
Es el momento preciso para castigar ladrones, corruptos, desfalcadores y peculadores, para lo cual la justicia encontraría un absoluto respaldo y empezaría a recuperar su languideciente y opaca credibilidad.
Podría añadirse a la lista de castigados, los especuladores que juegan con las necesidades de alimentos y de trabajo, los que contaminan los mecanismos de distribución de subsidios y ayudas. La justicia se convertiría así en válvula de desfogue para bajar la presión social.
Es un problema que no podemos ignorar. Su solución no es fácil porque combina muchos factores que vienen enquistados de tiempo atrás. La indiferencia puede entorpecer la salida de la crisis. Lo cual, sumado a la pandemia, pondrá los costos de la recuperación a alturas que, por sí mismas, constituirán una traba adicional para la reconstrucción económica, y generarán un malestar que facilita protestas violentas y exacerba los ánimos revoltosos.