Hoy, en el mundo millones de niños son víctimas de explotación y abuso sexual. Es de justicia y conviene que se conozcan los datos reales a escala mundial para llegar a la gravedad de esta plaga. La verdad emerge de los datos disponibles sobre quienes cometen los abusos: violaciones físicas o emotivas de los parientes, de los padrastros, los entrenadores, los educadores y vecinos, y por desgracia, el mundo eclesial. Mientras que la explosión de la pornografía se esparce rápidamente en las redes sociales alimentando la adicción sexual. Fenómeno con efectos funestos sobre la psique y las incalculables relaciones entre el hombre, la mujer y la niñez.
Pero la inhumanidad de este fenómeno en la Iglesia es todavía más grave, más escandalosa, porque contrasta con su autoridad moral y su credibilidad ética. Cuando el consagrado, elegido por Dios para guiar las almas a la salvación, se deja subyugar por su fragilidad humana o por su enfermedad se convierte en instrumento de satanás. Con estos abusos vemos la mano del mal que no perdona, ni siquiera la inocencia de los niños. No hay explicación para los abusos en contra de los niños, que dejan gravemente herida su dignidad. Con humildad y valor debemos reconocer que estamos delante del misterio del mal que se ensaña contra los más débiles porque son imagen de Jesús.
Por eso ha crecido en la Iglesia, la conciencia de que se debe atender los gravísimos abusos con medidas disciplinarias y procesos civiles y canónicos, y afrontar con decisión el fenómeno por dentro y por fuera de la iglesia. La Iglesia se siente llamada a combatir este mal que toca el núcleo de su misión: anunciar el Evangelio a los pequeños y protegerlos de los lobos amorales. Quisiera reafirmar con claridad que si en la Iglesia se descubre, un solo caso de abuso, que representa ya en sí mismo una monstruosidad, ese caso será enfrentado con la mayor seriedad.
En la rabia de la gente, y en el grito silencioso de los pequeños, se ve el reflejo de Dios traicionado, abofeteado, por parte estos consagrados deshonestos, al encontrar en ellos que en vez de la paternidad y guías espirituales han encontrado a sus verdugos, corazones anestesiados por la hipocresía y por el poder, por lo que tenemos el deber de escuchar ese sofocado grito silencioso.
No podemos olvidar que nuestras faltas y pecados son como los instrumentos de la Pasión de Jesús: las espinas, los clavos, la mano que le hiere… ¿Cuántas espinas, cuantos clavos le llegan por nosotros…? Estos desvaríos “alcanzan a Cristo mismo” crucificando de nuevo al Hijo de Dios y exponiéndolo a la pública infamia (Heb 6, 6). ¿Cuántas veces nos habrá dicho Jesús: por qué me pegas? Esta es la traición de los consagrados deshonestos cuando la razón de los cientos de miles de sacerdotes en el mundo se centra en el Amor a Dios.
Este artículo resume, de alguna manera, el sentido discurso del Papa Francisco en el cierre del reciente Sínodo sobre el tema.