JUAN DANIEL JARAMILLO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Lunes, 28 de Abril de 2014

Los estertores de Stalin

 

La declaratoria de inconstitucionalidad del Tratado de la Alianza del Pacífico confirma que los ministerios de Relaciones Exteriores e Industria y Comercio no le están sirviendo bien al país ni al mismo Presidente de la República. Que se trate de vicios de trámite no excusa la diligencia que compromete hasta la culpa levísima de los titulares de estas carteras, María Ángela Holguín y Santiago Rojas. Por defectos en el trámite de tratados en el Congreso de EE.UU. suelen caer cabezas en la Secretaría de Estado como ocurrió en los SALT (Strategic Arms Limitation Talks) sobre control de misiles antibalísticos cuyas negociaciones se iniciaron en Helsinki durante la administración Nixon. Le correspondió al secretario Kissinger el trámite  y en el proceso legislativo salieron a flote fallas de los funcionarios encargados. El presidente Nixon requirió la asignación de responsabilidades dentro de la formalización de un tratado que no admitía políticamente la demora y, como recuerda Kissinger en sus memorias de la época, allí se dio la fricción más grave entre los dos líderes. Ni Holguín ni Rojas son Kissinger (desde luego), pero como él deben explicaciones a su jefe y al país. De nada sirve acogerse a la mampara manida de defectos de forma porque ellos son precisamente los que revelan ausencia en el cuidado último y escrupuloso del detalle. Hasta de la última hoja.

 

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La crisis en Ucrania no es episodio resultante de enfrentamientos recientes entre minorías étnicas rusas asentadas en el lado oriental del país. Sus raíces son antiguas y van más atrás. Después de la Conferencia de Yalta donde Churchill y Roosevelt ofrecieron al tirano Stalin una victoria que no le correspondía ni tampoco merecía, Stalin se dio a la tarea de desplazar, incluso forzadamente, a millones de rusos a las repúblicas del oeste como Polonia, Moldavia, Rumania, Hungría, Lituania, Letonia y Estonia.

Hubo conflictos en lo que se denominó Cortina de Hierro entre poblaciones nacionales y los invitados a la fuerza. Estas migraciones compelidas fracturaron familias pero hacían parte, como política pública, del trastorno de flujos productivos y humanos que ordenó el comunismo.

Las minorías rusas cohabitaron con sus huéspedes porque era lo necesario de cara a intimidaciones y amenazas. Estos asentamientos tienen así entre 65 y 40 años de existencia y la circunstancia de no haber sido espontáneos dejaron marca silenciosa del miedo.

Ahora el presidente Vladimir Putin resuelve reivindicar en Ucrania ciertos derechos de protección sobre connacionales suyos que no lo son. Y también lo está haciendo en Moldavia y Estonia. Sin que lo digan mucho los medios internacionales, una entidad territorial fantasma, la República de Transnistria, con capital Tirastopol, cuya existencia invocan separatistas rusos, empezó a registrar agitación pro rusa esta semana que termina. También Estonia.

Se trata de coyuntura compleja pues la gran mayoría de las minorías étnicas y lingüísticas rusas en estos países son de segunda generación, no rusas jurídico-internacionalmente, y con conexiones frágiles con sus países de recepción ya que su presencia fue vista siempre como signo de opresión del comunismo.

La diplomacia está en mora de trabajar soluciones inteligentes, en mayor medida si cuenta con la mente privilegiada del secretario Kerry. Pero cualquier espectro de solución colisiona con los destellos demenciales neoimperialistas de Putin quien poniendo oxígeno (o candela mejor decir) a los respiros post-mortem de Stalin amenaza con prender una conflagración en Europa del Este. La diplomacia nuestra debe estar alerta.

Cuba o Nicaragua pueden ser mañana, o pueden estar siendo ya, puntos de reivindicación nacionalista de Putin, nacidos en los golpes de mano de sus antecesores.