En Colombia las catástrofes son anunciadas. Y como regla casi sin excepciones, daños y pérdidas las sufren las víctimas desprevenidas mientras los causantes salen indemnes.
Para la muestra lo sucedido en Bogotá con la polución gravísima que afecta a la ciudad, y tiene a los habitantes de varias localidades caminando como astronautas, con respiradores apretados contra la nariz.
Para no romper la tradición, la alerta llegó tarde, después del mal, y tomó por sorpresa a los siete millones de personas que venían respirando un aire lleno de micropartículas clasificadas como veneno puro. No hubo tiempo de prepararse, ni de tapiar puertas y ventanas, ni de fugarse a tierras menos peligrosas, ni siquiera de fabricar millones de respiradores con filtros especiales o, por lo menos, distribuir los necesarios para proteger a la población expuesta a un alto riesgo.
No tenía que ser así. Las causas de la emergencia vienen de tiempo atrás, eran conocidas, estudiadas, investigados sus remedios y medidos sus estragos. Los expertos conocían el peligro de los elementos que ensuciaban el aire bogotano, sabían lo que estaba acumulándose, según consta en estudios tan serios como ignorados. Y sin necesidad de conocimientos especializados, los habitantes comunes y corrientes sabían que algo olía mal, con solo respirar dos veces. ¿Por qué dejan que los problemas empujen a siete millones de víctimas hasta el borde de las epidemias de enfermedades respiratorias, para entonces sí ponerlas a temblar con alarmas de todos los colores?
Las administraciones irresponsables, en cambio de atacar las causas favorecieron el incremento de la polución, permitiendo que los vehículos de servicio público excedieran su vida útil y comenzaran su vida peligrosa, graduándolos con permisos de circulación como eficaces contaminadores ambulantes. Como si bastara prorrogar por decreto el tiempo en que pueden transitar sin convertirse en distribuidores de la contaminación.
Simultáneamente se trasladó la lucha de clases a los automotores particulares, culpables de mínima parte de la contaminación, pero objeto de las mayores embestidas de los expertos en movilidad, dedicados a repetir que se pierden muchas horas transportándose de la vivienda al trabajo. Son especialistas muy hábiles, que no ofrecen soluciones sino explicaciones. Pero, infortunadamente, los pulmones de los seres humanos no se curan con explicaciones de por qué se enferman al respirar aire contaminado.
Con algo de previsión se evitarían estos sustos, literalmente mortales. No veríamos situaciones tan dolorosas como lo ocurrido con las bicicletas. Ensalzadas al máximo pidiéndoles a hombres, mujeres y niños de todas las edades, oficios y condiciones que odien el automóvil particular y amen las bicicletas, se encuentran ahora con el consejo perentorio de no usar la bicicleta y encerrarse en su auto, con los vidrios subidos. ¿Extraño? Sí. Pero nada distinto de la recomendación de no jugar fútbol, ni retozar en los parques al aire libre, ni hacer ejercicio físico porque los aeróbicos con el aire contaminado lo pueden llevar a la clínica.
Por no avisar a tiempo, ni tomar las medidas oportunamente, esta será una de las peores tragedias anunciadas. Por lo pronto, los habitantes en la capital se preguntan ¿botamos o guardamos el respirador?