Mis recuerdos del impeachment
ESCALÓN tras escalón, la tensión se iba palpando en aumento. Atrapado en una marea humana de camisetas verde-amarelas, la inercia de los cuerpos me empujaba hacia arriba en una batalla perdida contra la física. Gritos, pitos y silbidos acompañaban mi ascenso involuntario por la estación MASP del metro de Sao Paulo, en pleno corazón de la Avenida Paulista. Afuera una vorágine se arremolinaba entre expresiones de júbilo ante el Centro Cultural Fiesp que engalanó sus diagonales paredes digitales con los colores patrios y una franja negra donde triunfalmente se leía “impeachment”, mientras en el primer piso un gigante pato inflable de bañera se erguía como el símbolo de una revolución que acababa de empezar.
“Significa que no vamos a pagar el pato”me explica Fernanda, una alegre carioca de afro tropical y el tono trigueño clásico de las pieles de este lado de Suramérica, al tiempo que vierte leche sobre su cereal en la cocina del hostal. Una hora atrás ella, al igual que varios miles, celebraba aquel 17 de marzo, envuelta en una bandera de Brasil que le daba casi dos vueltas, la instalación de la Comissão Especial do Impeachmenten el Congreso, el proceso que hoy, dos meses después, tiene a Dilma Rousseff separada de su cargo. Fernanda es el reflejo fiel de un pueblo que por semanas ha estado frente a sus televisores sintonizando BandNews y leyendo O Globo para enterarse minuto a minuto del avance de una crisis que tiene a la democracia de un hilo.
No muy lejos de allí, un hombre trota por los senderos selváticos del parque Trianon, el último reducto amazónico que se camufla entre la cotidianidad financiera de la ciudad. Un santuario urbano para la flora nativa que logra emular por momentos la humedad y frescura de la manigua brasilera, hogar de cientos de arañas prehistóricas que tejen sus descomunales telarañas entre señoras con perritos y este hombre que como una valla ambulante lleva estampado en su espalda ese silencioso #ForaDilma que día a día toma más fuerza.
Manifestaciones sutiles, como el voz a voz de una posible destitución, o las históricas aglomeraciones que se dieron cita en la kilométrica Avenida Atlántica de Copacabana el 13 de marzo, son los síntomas claro de un gobierno sin legitimidad ante su gente. “Estamos cansados, cárcel para Lula, cárcel para Dilma, no pueden burlarse de Brasil” dice un manifestante al que detenemos para preguntarle por el barullo de aquel domingo, que más parece la celebración del sexto título mundial de La Canarinha.
La efervescencia es casi instantánea. Solo basta con alguien que prenda una chispa de protesta para que en cuestión de minutos cientos de brasileros cuales hormigas salgan de sus lugares para unirse. Como aquel martes, entrada la noche, donde sin una agenda previa y con pancartas y arengas improvisadas, indignados se plantaron frente al Palacio do Planalto, casa de gobierno de la presidenta, y bloquearon la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia para pedir la renuncia de la Dilma.
“Este es un momento histórico”, dice Fernanda mientras se mete otra cucharada de cereal, “Brasil ganará”.