Fernando Navas Talero | El Nuevo Siglo
Miércoles, 26 de Agosto de 2015

 “Que la razón se imponga al instinto”

BITÁCORA DE LA COTIDIANIDAD

¡Qué pena tanta pena!

 

UN  representante a la Cámara, ¡original e imaginativo!, ha propuesto definir nuevas conductas y aumentar las penas para las existentes, cuando se trate de manipular ilícitamente el proceso político electoral, proyecto de ley con el cual, dice el congresista, se busca   fortalecer la democracia.

Otra novedad propuesta como proyecto de ley por dos representantes,  se orienta a una tipificación penal del desacato a las sentencias de tutela. ¡Qué creatividad! La iniciativa establece una sanción de uno a cuatro años de prisión. El imperio de la pena prima por encima de cualquiera otra alternativa.

Siguiendo las tendencias del derecho contemporáneo, lideradas principalmente por el autor italiano Alessandro Baratta, quien apoya sus teorías criminalísticas en los estudios freudianos, “Tótem y tabú”, está claro que la sanción penal no es precisamente el método terapéutico efectivo para ejercer control social. Una de sus revolucionarias conclusiones es esta: “La perspectiva abolicionista de la reforma penal, ha encontrado en Gustavo Radbruch una expresión que merece ser citada: 'la mejor reforma del derecho penal no consiste en su sustitución por un mejor derecho penal, sino su sustitución por una cosa mejor que el derecho penal’ ".

Partiendo de la realidad del conflicto social que padece el mundo, originado en causas económicas y sociales, suponer que mediante la aplicación de penas, se alcanza un efectivo control social, es desconocer la validez de doctrinas tan convincentes como las de Confucio o Cristo. Claro que el problema es que educar en esas filosofías exige sacrificar la megalomanía y el ansia de poder de los enfermos que gobiernan (el Estado) para su propio beneficio. Carecer de imaginación creadora.

En ese orden, acoger la doctrina del derecho penal mínimo, es decir,  reducir a lo necesario el número de delitos, significa declinar la neurosis del poder y promover una revolución social que se constituya en una sentencia rehabilitatória  de verdad. Por eso hay pensadores que desde ya pronostican el fracaso histórico del derecho penal como medicina social. Justicia no significa cárcel.

La gravedad de esas equivocadas soluciones pragmáticas se advierte ahora, al enfrentar la contingencia de una pena al imperativo categórico  de la paz. El Estado se constituyó sobre un fundamento: la convivencia pacífica. No se puede sacrificar ese valor supremo, para satisfacer el instinto de venganza expresado en la pena, ese primitivismo al que alude Freud en “Tótem y tabú”. Pero, claro, pretender que el pragmatismo atávico, presente desde los comienzos de la República e incluso antes, robustecido en los mandatos de una Iglesia que se unió en ayuntamiento descarado con los arbitrarios gobernantes, desaparezca de la noche a la mañana,  es una utopía. Sin embargo, no hay que perder la esperanza de que la razón se imponga al instinto y que la solidaridad y la paz, las que se postulan como valores y principios constitucionales, se conviertan en realidad. Recuerdo al maestro Valencia adulando a Silva: “Sacrificar un mundo para pulir un verso” ¡Qué pena!