OPINIÓN ORBITAL
Sin política exterior
Los últimos episodios que hemos vivido con Venezuela y sus dramáticas secuelas, la más importante de ellas la relacionada con la forma como se ha tratado el problema en el escenario regional, debe invitarnos a la reflexión. Es palpable como preocupante el desinterés de los países de la región por estudiar esta difícil situación y así poder acompañar a nuestro país, en sus justos reclamos, por las flagrantes violaciones de los derechos humanos de sus nacionales sometidos a los vejámenes de una humillante deportación. Con la significativa excepción de dos o tres países que han fungido como mediadores del enfrentamiento, los demás han demostrado una gran insolidaridad fraterna. La verdad es que nos encontramos en peligroso aislamiento producto de una política exterior errática e indisciplinada, no de ahora sino de hace mucho tiempo.
La derrota sufrida en la OEA, al no poder lograr Colombia los votos suficientes para que fuese convocada una reunión de cancilleres para analizar los acontecimientos, es un duro revés quizá el más grave, que hemos sufrido por no contar con políticas y estrategias serias en el manejo de situaciones de crisis. No se trataba de conseguir solo los 18 votos necesarios para la convocatoria sino concienciar a la comunidad latinoamericana de nuestros justos reclamos contando con márgenes de maniobra significativos. Y esto ocurre por errores de perspectiva tan delicados como creer -como cree nuestra linda Canciller- que basta la amistad y simpatía personales para consolidar compromisos. La diplomacia no es una cuestión social sino geopolítica y cultural. Son las causas e intereses comunes los que sellan alianzas entre países y las consolidan en el seno de los organismos internacionales.
Lo acontecido debería servirnos para reexaminar a fondo el estado de esas relaciones y tratar, en serio y con pragmatismo, de enmendar la plana. El país debería, para estos difíciles tiempos de globalización, acometer el empeño de rediseñar su forma de cómo encarar su desempeño en el escenario internacional. Una diplomacia de compadrazgos, como es lamentablemente la nuestra, no tiene cabida en los tiempos que corren. Deberíamos ser mucho más serios en el momento de acoger a nuestros agentes diplomáticos y no hacerlo por afinidades personales o compromisos políticos. Hacerlo sólo para que los amigos se “lustren y culturicen”, como solía decir el expresidente Valencia, es un riego muy grande para el país.
En el caso venezolano son muchos años de celos y recelos recíprocos, de desconfianza a flor de piel, de desencuentros frecuentes, de mirarse mutuamente por encima del hombro para creer que con un apretón de manos y una foto todo eso queda atrás. La frontera colombo-venezolana, desgraciadamente, a lo largo de la historia ha sido una "frontera caliente", como también han sido las fronteras con Ecuador, Brasil y Panamá. Aquí brilla por su ausencia una política pública de fronteras, como también se deja notar en los organismos multilaterales cuando se echa de menos una agenda africana o asiática. Por muchos años nuestra política exterior fue cafetera. Ahora parece que solo preocupan los tratados de libre comercio que, en su inmensa mayoría, se están proyectando asimétricos, con grave incidencia en nuestros intereses.
La situación es aún más delicada si apreciamos que la agenda por la paz parece copar todos los espacios y los minutos de esa golpeada política exterior. Bienvenida esa paz pero no podemos dedicarle todos los esfuerzos a lograr para ella la simpatía de la comunidad internacional, olvidando otros graves problemas. Son tiempos de la aldea global que exigen unidad nacional de voluntades y propósitos para poder vivir y convivir en bienestar con lo foráneo.