TOMANDO NOTA
Lácydes Moreno Blanco
Lo conocí en los años cuarenta del siglo pasado, en Bogotá, cuando era uno de los comensales de la pensión que fundaran Alicia Lugo y Alberto Eloy Suárez -un matrimonio feliz, ella de Santa Cruz de Lorica y él nacido en Momil-, un pueblo de nombre sonoro como un cántaro campesino, como lo dijera en uno de mis versos de adolescente.
Lácydes fue uno de los integrantes del grupo de estudiantes costeños que vivía en la pensión, cartageneros algunos y oriundos otros de las regiones del Sinú, del San Jorge y de las Sabanas del viejo departamento de Bolívar; entre estos últimos, mi hermano Libardo, Francisco Rodríguez Badel y Jacobo Casij Palencia, según mis recuerdos.
De todos, en verdad, el más simpático y ameno conversador, era, sin dudas, el joven Lácydes Moreno Blanco, quien fungía como “hombre de mundo”, con vivencias de aquí y de allá, que él adobaba con la fina sazón de su narrativa, la cual muchos de sus admiradores tuvimos el placer de degustar en periódicos y revistas, y en varios de los libros que escribiera, de tan alta calidad literaria todos que nuestra Academia de la Lengua le otorgó, merecidamente, la membresía.
Y, porque hizo buena amistad con mi hermano Libardo, de quien dijera Lácydes que era uno de los políticos más perspicaces de nuestra costa Caribe, tuve la oportunidad de conocer facetas extraordinarias de su vida, las cuales sabrá contar -mejor que yo-, su biógrafo, el filósofo, editor y escritor José Antonio Carbonell Blanco en su obra por publicar, y quien fuera, en la última etapa de su vida, su colaborador y protector generoso.
Tuve el placer de tenerlo sentado a manteles en mi residencia de Bogotá, pues buen amigo fue de mi esposa Cristina Méndez Cabrales, quien por cierto tenía un cuaderno con menús especiales de sus recetas y las de Teresita Román, heredado por mi hija Cristina Teresa.
En las tantas veces que aceptó muestras invitaciones, lucía el gorro de chef, y asumía, por supuesto, el liderazgo de la cocina, después de dar un vistazo a la utilería y a los ingredientes que le darían sabor a las carnes, al pescado o a los arroces, y de medir la intensidad del calor de los fogones, y, cómo no recordar su ancha sonrisa, cuando proclamaba, con solemnidad, que todo estaba “a punto”.
En el entretanto, yo me encargaba de la música de fondo en mi viejo Telefunken, de los aperitivos a ofrecer y del vino apropiado para la ocasión; ocasión que siempre fue un gran acontecimiento, pues sus apuntes de sobremesa pondrían de presente que el comensal de la pensión de Alicia Lugo llegó a ser no solo uno de los mejores cocineros del mundo, sino también, un gran humanista.