Creíamos que ya estaba suficientemente consolidado el mecanismo democrático para adoptar decisiones. Su lógica es muy sencilla. Si se presentan diferentes opiniones y es imposible decidir por consenso, se apela a la comunidad para que exprese su pensamiento, y la mayoría decide. No es un criterio infalible de verdad, pero sí un método para resolver las diferencias y encontrar una manera plausible de escoger entre varias alternativas. No es perfecto, desde luego, pero si el más sensato, mejor que los demás o, si se quiere mirar por el lado pesimista, menos malo que los demás.
No se necesita ser un genio del arte de dirigir a los pueblos para reconocerlo: Gobiernan las mayorías para buscar el bien común respetando los derechos de las minorías.
Pero este principio elemental se está aplastando a pedradas.
Vamos hacia un régimen en donde las mayorías no mandan y las minorías tampoco tienen derechos garantizados porque, sea cual sea el resultado de las decisiones, el abuso de la fuerza termina imponiéndose. Es la lógica de la pedrada. No importa que las autoridades tengan un título legítimo, lo que cuenta es la actitud violenta. Las acorralan alegando que no satisfacen las necesidades de quienes las eligieron, como si lo decidido en unas elecciones limpias y libres no contara, y el poder decisorio lo ejerciera la aglomeración tumultuosa de unos manifestantes encapuchados que ejercen su poder lapidando cuanto no les gusta.
Para allá vamos. Se elige unos gobernantes que convencen a la mayoría de respaldar su propuesta para, enseguida entorpecer sus acciones e, independientemente de lo que hagan, imponerles, a pedrada limpia, los dictados de unas fuerzas que ni siquiera alcanzan a ser minorías sino grupos mínimos, entre minorías, cuya importancia depende de su capacidad de generar males colectivos.
Es una nueva versión de dictadura que deriva su fuerza de no dejar gobernar y obligar al Estado a someterse para mantener una apariencia de tranquilidad. Entramos a una dictadura de la piedra, mientras los ideólogos de la anarquía elaboran sesudas “justificaciones” porque creen ascender a la cresta de la ola.
El título de estos grupos para obtener sus propósitos es su capacidad para amargarle la vida a la gente que quiere vivir en paz. El país tiene que decidir si prefiere esa clase de gobierno, que pone la capacidad decisoria en manos de quienes aterrorizan a las inmensas mayorías silenciosas, que quieren trabajar en paz y disfrutar los resultados de su trabajo.
Ya comenzaron a repetirse las escenas que iniciaron las marchas. Miles, millones de personas en el país, desfilan al amanecer hacia sus trabajos y regresan, al fin de la jornada, para recorrer de nuevo el camino a casa. Los colombianos tienen que escoger a cuál de los dos países pertenecen: las ultraminorías que, amedrentando, piensan conquistar el poder o a las inmensas mayorías pacíficas que si no les gusta lo que hace un gobierno, eligen un reemplazo mejor, cuando al fin comprueban que un tarjetón es más eficaz que una piedra.
Los gobiernos se eligen y se orientan por los ciudadanos pacíficos que votan y no apedreándolos, agobiándolos con violencias callejeras ni criticándolos por no hacer lo que no les dejan hacer.