El senador Víctor Renán Barco, un experimentado parlamentario que participó en el trámite de todas las reformas tributarias aprobadas por el Congreso durante su larga permanencia en el Capitolio, decía que el secreto para establecer nuevos impuestos era desplumar la gallina sin que esta cacareara demasiado. A los ministros de Hacienda les parecía tan sabio el consejo, que buscaban su apoyo para que ayudara a calmar el gallinero.
La expresión encierra gran parte de verdad, expresada con un franco sabor popular. Siempre fue exitosa cuando se trataba de escamotearle a las gallinitas contribuyentes una buena parte de su plumaje y, de paso, quitarle los huevos.
Pero empezó a operar el factor tiempo. La fórmula que permitía el desplume una vez, no produce los mismos excelentes resultados en la segunda oportunidad, y su eficacia disminuye aún más cuando se aplica la tercera, cuarta, quinta… y sigue al ritmo de un desplume cada dos años. No hay mal que dure indefinidamente ni gallina que lo aguante. Llega al tope de la resistencia y el animalito pasa del galpón de las ponedoras al horno rotatorio, donde acaban las vanidades de todo pollo asado.
Las gallinas, como los contribuyentes, no pueden reemplazar indefinidamente las plumas que les arrancan y aunque las pelen con anestesia, también llega el momento en que, por fuerte que esta sea, no alcanza a eliminar el dolor. Entonces no se alborota solo el gallinero. Hay una verdadera revolución en la granja.
Es precisamente lo que ocurre con la propuesta de subir los impuestos, origen de tantas y tan fuertes reacciones en estos días. Las gallinas no toleran otra desplumada por más artistas que sean quienes las pelan. Además, ya casi no les quedan plumas porque se abusa excesivamente de su paciencia, y porque ven cómo las plumas, tan penosamente arrancadas a tirones, se pierden en los basureros de la corrupción, en medio de las protestas inútiles de quienes presencian el espectáculo.
El país no resiste más impuestos. Sobre todo cuando se los anuncian en medio de escándalos interminables por la mala utilización de los ingresos fiscales y la forma pecaminosa como se malversan los dineros públicos, que el contribuyente paga con tanto trabajo.
Cosa bien distinta ocurriría si las reformas comenzaran por una austera regulación del gasto público, que no les traslade las cargas de sus deficiencias a los contribuyentes y, en cambio, informe con claridad a la ciudadanía cómo se utiliza hasta el último centavo. Así se establecería una base de confianza, lista para que quienes pagan los gravámenes colaboren en lo que sería una gran empresa de renovación nacional.
Las alzas impositivas dejarían de ser batallas campales entre gobierno y particulares, para convertirse en ejemplo de cooperación de los ciudadanos y sus gobernantes en la reconstrucción nacional que estamos demorados en comenzar. El país no puede sumarle a las tensiones internas, una pelea por cada pluma de la gallina y una bronca por cada renglón que se piense encarecer.
Tenemos que liberarnos de la táctica desgastada que propone subidas desmesuradamente altas para, enseguida, disminuirlas a cifras razonables, con lo cual el gobierno se queda con el diluvio de críticas iniciales y sin los ingresos que esperaba. Es decir, con los recaudos bajos y la impopularidad disparada.