Durante las últimas décadas Latinoamérica disfrutó una doble bonanza. Por un lado, completó su proceso de transición política y emprendió con esperanza y tenacidad el camino de la consolidación democrática, y en algunos casos, la construcción de la paz. Por el otro, superó la estanflación y el endeudamiento descontrolado, y adoptó una serie de reformas que si bien no han resuelto problemas como la inequidad y la vulnerabilidad, sí fortalecieron su participación en el sistema económico internacional y generaron una expansión sin precedentes de la clase media.
Esta combinación de relativa estabilidad política y saneamiento económico supuso, en palabras de Alain Rouquié, un cambio de estatus de la región en el mundo. El “extremo Occidente” dejó de ser escenario de problemas aparentemente crónicos, guerras civiles, dictaduras y golpes de cuartel, y se convirtió en una especie de “tierra de promisión”, cuyo atractivo no lograron empañar ocasionales episodios de ingobernabilidad ni las turbulencias económicas del cambio de siglo. Antes bien, una favorable estructura de precios en el mercado de materias primas y energía, y la crisis que afectó a las economías avanzadas, impulsaron luego el crecimiento económico y ensancharon el margen de maniobra de varios países que se aventuraron, unos con más claridad que otros, a encontrar un lugar propio en la escena internacional.
Ahora la bonanza parece haber terminado. Un posconflicto mal gestionado es hoy la pesadilla de las naciones centroamericanas: dos meses atrás se rompió trágicamente la marca histórica de muertes violentas en El Salvador. Una campante corrupción se ceba con las instituciones políticas, y acaso la forzada renuncia y enjuiciamiento del presidente guatemalteco Otto Pérez Molina es el preludio de otras por venir. El desencanto con las promesas de la democracia llevó al poder a mandamases autoritarios que aprovecharon las circunstancias para desmontar veladamente el Estado Democrático de Derecho. El populismo, revestido de legitimidad electoral y con los presupuestos henchidos, capitalizó en su propio beneficio el boom económico, capturó a la ciudadanía en densas redes clientelares que reforzaron su dependencia de la providencia estatal, exacerbó la polarización social y política, y aprendió a perpetuarse en el poder mediante el reformismo, la maroma constitucional, y en algún caso, gracias a un chabacano culto de los muertos. Por si fuera poco, las perspectivas económicas de la región en la actualidad no son para nada alentadoras.
Como consecuencia, la frustración, la incertidumbre y la desconfianza son las emociones políticas predominantes; y peligrosamente pueden acabar allanando el camino a un pasado que nadie, en su sano juicio, quisiera repetir.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales