Culpar a la ONU
Resulta fácil culpar a la ONU por lo que pasa en Gaza, por el atroz derribamiento del avión de Malaysia Airlines por cuenta de los rebeldes pro-rusos de Ucrania, por la tranquilidad con que Bashar al-Assad sigue aferrado al poder en Damasco, por la debacle de Iraq, por el triste sino al que parece abocado Sudán del Sur -el Estado más joven de la Tierra-, o por la paradójica suerte de la República Centroafricana, en la que -como dijeron hace unos días en el portal de Foreign Affairs Martin Welz y Angela Meyero-, abundan los acrónimos de las misiones multinacionales pero escasea la paz. Lo mismo podría decirse de la OEA en relación con muchas de las cosas que ocurren en el hemisferio occidental -a pesar de que a ella sigan acudiendo María Corina Machado (vía Panamá) para denunciar la falta de garantías que padece la oposición en Venezuela; o Argentina, a efectos de dejar al menos una nota al pie-, una anécdota en la historia de su diplomacia sobre la compleja trama de los fondos buitres. Podría culparse a la UE por el lento despegue de la economía en la zona euro, lastrada primero por la crisis y luego por la austeridad a rajatabla impuesta desde Fráncfort. Podría culparse a la CPI porque pasan los años y Omar al-Bashir (presidente sudanés, sobre quien penden dos órdenes de arresto emitidas por ese tribunal), sigue enseñoreado de Jartum, como si nada tuviera que ver con el genocidio de Darfur.
Culpar a las organizaciones internacionales por lo que ocurre en el mundo es en el fondo tan ingenuo como tramposo. Ingenuo, porque supone un mundo que a la hora de la verdad no existe. A pesar de los avances enormes del derecho internacional y de la arquitectura de gobernanza global construida desde la II Guerra Mundial, el sistema internacional sigue siendo anárquico, esencialmente westfaliano y jerarquizado. Los Estados crean (y cumplen) el derecho internacional a voluntad, y no hay ninguna autoridad superior a ellos a la cual corresponda asegurar universalmente el imperio de la ley.
Y tramposo, porque desvía la atención y transfiere la responsabilidad política -y acaso también jurídica e incluso moral- a esa ficción tan útil como huera llamada “comunidad internacional”, que invocan como fetiche tanto activistas profesionales e indignados de ocasión como diplomáticos a conveniencia. Pero especialmente, porque la cruda verdad es que las organizaciones internacionales rara vez son algo diferente de lo que los Estados hacen de ellas y con ellas.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales