De los culpables
La democracia es el resultado de un complejo proceso que involucra variables diversas, desde las puramente políticas hasta otras de carácter económico, social e incluso cultural. Tal vez por ello nunca es un producto terminado, sino más bien, una realidad siempre perfectible. Esto explica dos cosas aparentemente contrarias: la poderosa fuerza que tienen sus promesas y la demoledora frustración que producen sus fracasos.
Una región que, como América Latina, constantemente anduvo en pos de la democracia -y que así lo expresó desde el comienzo mismo de su historia constitucional-, que la vio secuestrada muchas veces por toda suerte de dictaduras y autoritarismos -unos personalistas, otros oligárquicos-, y aplazada en tantas ocasiones con el pretexto de preservar la seguridad nacional; y que tanto luchó para doblar esa página en su historia y hacer la transición democrática primero y emprender luego la tarea de su consolidación y profundización; debería ser consciente y celosa del riesgo que corren los logros hasta ahora alcanzados y de cuán vulnerables son aún sus nada deleznables conquistas.
Sin embargo, parece que a nadie le importa ya la suerte que pueda tener la democracia en América Latina. Con malabarismos jurisprudenciales -del mismo tipo de los que exoneraron a Chávez de posesionarse y permitieron a Maduro sustituirlo interinamente tras su fallecimiento- Evo Morales se apresta a competir por la reelección en Bolivia. Por su parte, en Argentina la señora K arremete contra la judicatura para baldar su independencia y someterla. Y en Venezuela, para no quedarse atrás, el chavismo intenta erigirse en religión (“los chavistas somos los cristianos de hoy”, ha tenido la osadía de afirmar Nicolás Maduro), en tanto el ventajismo electoral se transforma en hostigamiento permanente contra la oposición, la precariedad de la investidura presidencial se parapeta tras la represión política, y el matoneo se incorpora a la práctica parlamentaria.
Todo esto ocurre según una lógica perversa que reduce la democracia a una huera ritualidad electoral, satisfecha de cualquier forma, y que sacraliza hasta lo inamovible la figura presidencial -dos viejas amenazas a la democracia real en la región que ahora, paradójicamente, parecen definirla-. Ya Unasur puso esa lógica en práctica contra Paraguay el año pasado, y acaba de reiterarla al refrendar, apresuradamente y sin condiciones, el resultado de las elecciones venezolanas.
Permanecer en silencio con la excusa de no intervenir en los asuntos internos de otro Estado es cohonestar con el asalto a la democracia que se viene ejecutando desde Miraflores. ¿Dónde están los demócratas y los liberales de América Latina?
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales