El Cementerio Central a través de los ojos de sus trabajadores | El Nuevo Siglo
Foto cortesía Catalina Londoño
Domingo, 30 de Julio de 2017
Catalina Londoño
Sonia, Humberto y Luis, escultores de lápidas, cuentan la historia de este lugar desde su profesión: “Este negocio se ha acabado mucho, ya no hay trabajo como antes porque la gente prefiere la cremación”, le dicen a EL NUEVO SIGLO.

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La llegada al Cementerio Central es algo que no se olvida.  Cuando se cruzan las rejas de la entrada principal, donde está la imponente presencia el dios griego Cronos,  tallado en lo alto sosteniendo su hoz y observando a los mortales entrar a su reino, se siente, en el aire,  la pesadez del lugar.

Son las 11 de la mañana de un día común y corriente para los trabajadores del cementerio; señoras y señores del servicio barriendo los pisos entre los grandes mausoleos antiguos y desgastados,  otros limpiando y lustrando lápidas, un guía dando un tour a tres extranjeros curiosos, un entierro llevándose a cabo, dos viejos desganados cargando un ataúd, una mujer perdida en su llanto, un padre, quien lleva más de 40 años dando misas allí, sentado tranquilamente frente a la capilla presenciando todo el alboroto de la mañana.

El Cementerio Central de Bogotá, declarado Monumento Nacional en el año 1984, no es solamente un lugar donde llegan a enterrar los muertos. Es un lugar con historia: 15 presidentes de Colombia en sus mausoleos refinados y místicos,  y  figuras que dejaron su marca en la memoria del país como Carlos Pizarro y Luis Carlos Galán, pero ¿qué pasa con los que aún viven?

 

Sonia y Humberto

Sonia y Humberto, una pareja que lleva más de 40 años dedicándose a embellecer al cementerio con sus lápidas fabricadas por ellos mismos, llevan casi toda su vida en el cementerio. El negocio de las lápidas, como cuenta Sonia, es de familia, heredado del abuelo o bisabuelo que le haya dejado el negocio al siguiente miembro. “Los abuelos contaban del día más impactante no solo de Bogotá, sino del cementerio central, el 9 de abril de 1948, un día en que llegaban camiones con bultos de personas muertas al cementerio, las tiraban en el piso y volvían a la hora con más”, dice Sonia.

 

“Las tumbas más visitadas acá son producto de la fe, la fe de obtener alguna ayuda, la fe de un milagro, porque de resto, son pocas las tumbas que son visitadas por familiares o amigos” 

La pareja hace un recorrido detallado de las tumbas y lápidas más visitadas en el cementerio: como la gran tumba de Leo Kopp, fundador de cerveza Bavaria, rodeado de visitantes susurrándole peticiones al oído como si pudiera escuchar; este hombre realizó una gran cantidad de obras para los pobres cuando vivía. A pocos metros se encuentran Las Hermanitas Bodemer,  dos niñas dulces no solo por su expresión facial, sino por la cantidad de golosinas y caramelos pegados a sus pequeños cuerpos, un dulce a cambio de un milagro. A unos pasos atrás, se encuentran dos tumbas, una al lado de la otra, Salomé y Julio Garavito, la paradoja entre una trabajadora sexual y un astrónomo matemático. Una joven en minifalda sentada al pie de Salomé y un hombre mayor dejando una moneda encima de Julio frente a ella.

 

“Las tumbas más visitadas acá son producto de la fe, la fe de obtener alguna ayuda, la fe de un milagro, porque de resto, son pocas las tumbas que son visitadas por familiares o amigos”, admite Sonia. Las lápidas más abandonadas del cementerio son aquellas con muchos años de antigüedad que seguramente ya no tienen ni familiares vivos, una de estas sería la lápida más vieja del cementerio del año 1872.

 

Sonia le cuenta a EL NUEVO SIGLO el material y el estilo de lápidas que se manejan en el cementerio: “Están las lápidas de mármol blanco que llegan importadas en barcos desde Guatemala, estas siempre han sido las más costosas, pueden llegar a costar entre 400 y 700 mil pesos, pero las que más compran son las de mármol gris hechas con piedra nacional y cuestan alrededor de 180 mil”. Mientras talla el nombre de una mujer en una lápida del último material que menciona, Sonia recuerda una pareja de italianos que encargaron una lápida para un familiar de su país nativo. “No era una lápida cualquiera, ha sido la lápida más extravagante que hemos hecho, era pequeña, en forma de un portarretrato triangular, muy bonita, con el nombre de la persona fallecida y los nombres de los italianos mismos”, cuenta.

 

Las lápidas más lujosas fabricadas por esta pareja han sido producto de unos de los hechos más catastróficos del país: la tragedia de Armero. Sonia dice que tanta tristeza, desgracia y nostalgia en el ambiente los inspiró a realizar su mejor trabajo, “hicimos lápidas hermosas, largas y muy bien trabajadas en piso de mármol blanco”. 

 

La preocupación de Luis

Luis Guerrero también se dedica a las lápidas. Vive y recorre los mausoleos del cementerio desde los 16 años haciendo estas piezas con su familia. Hoy en día maneja el negocio solo, aunque afirma que ha desmejorado. “Este negocio se ha acabado mucho, ya no hay trabajo como antes porque la gente prefiere la cremación”, cuenta preocupado. El trabajador habla de la cantidad de lapidas que se llegaban a vender antes en un mes, entre 20 y 30, pero actualmente se venden de 8 a 10, una cifra que ha bajado considerablemente. “La mayoría de lápidas están abandonadas, la gente viene a ponerlas y nunca vuelven”, dice Luis.

Entre 400 y 500 personas entran al cementerio central los días sábado, domingo y lunes, mientras el resto de días se reduce a una cantidad de 150, cuenta un celador en la entrada del cementerio. “Nos hemos empeñado en mejorar la seguridad del lugar, estamos exigiendo cédula de ciudadanía a cada visitante”, dice. De todas estas personas que visitan el lugar, algunos  irán a susurrarle al oído de Leo, otros a pegarle un dulce a las Bodemer, personajes dentro del cementerio que cuentan un lado de la historia, pero en esta ocasión Sonia, Humberto y Luis la narraron desde otra perspectiva, desde el negocio que mantiene vivo un cementerio: sus lápidas.

 

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