EN UNA soleada mañana en Nueva York, una decena de biólogos, vecinos y voluntarios con el agua por las rodillas construyen un arrecife de ostras. ¿Su desafío? Restaurar mil millones de estos moluscos para 2035 en la mayor ciudad de Estados Unidos.
Con trajes impermeables y botas de goma hasta los muslos, el grupo ha formado una cadena humana en la costa de un barrio de Brooklyn, con la estatua de la Libertad y los rascacielos de Wall Street de fondo.
Se van lanzando bolsas con conchas de ostras vacías, o con caparazones donde han insertado hasta 20 jóvenes larvas de esta especie, y las colocan dentro de unos cajones instalados en el lecho marino que formarán el arrecife.
"La Gran Ostra"
"Las ostras son ingenieras del ecosistema y construyen un hábitat tridimensional en arrecifes donde otras especies adoran cazar y esconderse", explica Katie Mosher, gerenta de restauración del Billion Oyster Project (BOP, Proyecto Mil Millones de Ostras), un proyecto educativo y de recuperación del ecosistema que nació en 2014.
Las ostras también filtran y limpian el agua cuando respiran, tornándola más clara, permitiendo la entrada de más luz y por lo tanto el crecimiento de más plantas en el lecho marino.
Reciclan asimismo nutrientes y nitrógeno, y pueden atenuar la energía de grandes olas, reduciendo las inundaciones y previniendo la erosión cuando hay tormentas o huracanes.
"Antes de la Gran Manzana, Nueva York fue la Gran Ostra", recuerda Mike McCann, experto en ecología marina urbana de la ONG The Nature Conservancy.
"Esa es una historia que ha sido olvidada por muchos neoyorquinos, y este proyecto la revive", explica el ecologista de 32 años al salir del agua.
En efecto, en 1609, cuando el explorador inglés Henry Hudson entró al puerto de Nueva York, debió navegar en torno a 89.000 hectáreas de arrecifes de ostras que alimentaron a los indígenas Lenape durante generaciones, asegura el escritor Mark Kurlansky en su libro "The Big Oyster" (La gran ostra, 2006).
Inclusive Ellis Island y Liberty Island eran conocidas antes por los holandeses como Isla de la Pequeña Ostra e Isla de la Gran Ostra. Pero para inicios de 1900, a raíz de la pesca excesiva y la contaminación, ya casi no quedaba ningún molusco.
Durante más de medio siglo las aguas de Nueva York fueron tóxicas y casi no albergaron vida, pero las cosas empezaron a cambiar con la aprobación de una ley en 1972, la Clean Water Act, que prohibió arrojar al puerto basura y aguas servidas sin tratar.
Y la vida marina retorna lentamente.
Una mayor biodiversidad
El BOP, que trabaja con decenas de socios, más de 100 escuelas públicas y mil voluntarios para construir varios tipos de arrecifes de ostras en los cinco distritos de Nueva York, ya recoge los primeros frutos de su esfuerzo.
Ha restaurado más de 28 millones de ostras y estima que el puerto nunca estuvo mejor en los últimos 150 años.
"Cuando ponemos las ostras en el fondo, notamos enseguida una mejora: hay más peces, hay más cangrejos", langostinos y hasta hipocampos, dice Mosher.
Los arrecifes también han contribuido a aumentar la población de ostras salvajes. Cada tanto una gigante es hallada en la ciudad, como una de 20 cm encontrada en agosto en aguas del río Hudson frente a Greenwich Village, la mayor descubierta en el último siglo.
"¡No tenía idea de que había ostras en la ciudad de Nueva York!", dice Emma Latham, de 22 años, una de las voluntarias en la construcción del arrecife que acaba de graduarse de la Universidad de Princeton con un título en ecología.
"El impacto ambiental de tener tanta gente viviendo en un espacio tan pequeño con tanto concreto es funesto y cualquier cosa que lo mejore es genial", afirma.
Durante tres años, el BOP regresará a este arrecife de Brooklyn varias veces para estudiar las ostras y su impacto en la biodiversidad.
"Nos interesa lo básico: ¿están creciendo? ¿Están sobreviviendo? ¿Están reproduciéndose y creando una población sostenible?", dice McCann.
Estudiarán asimismo la calidad del agua, cuántos nutrientes ofrece, si hay depredadores o enfermedades, y si hay una mayor biodiversidad.
Parte del análisis de los arrecifes es realizado por estudiantes que aprenden sobre las ostras en clase, hacen mediciones en el terreno y comparten la información en una plataforma digital. Eso les permite comparar lo que sucede en el río Harlem con el río Bronx, por ejemplo, y comprender por qué las ostras se comportan de manera diferente según el hábitat.
Conchas y váteres reciclados
Los neoyorquinos comen un promedio de medio millón de ostras por semana, y el BOP recoge cada semana las conchas vacías de unos 70 restaurantes locales y las cura y recicla para construir los arrecifes.
Como las conchas son limitadas, el BOP ha explorado materiales alternativos, como 5.000 váteres de porcelana de escuelas públicas de Nueva York, triturados, que hace dos años permitieron construir arrecifes en Jamaica Bay, Queens.
Las ostras neoyorquinas, sin embargo, no son comestibles: el sistema de aguas servidas de la ciudad aún es mixto y cuando llueve mucho en poco tiempo las plantas de tratamiento no dan abasto y vierten aguas sin tratar al puerto.
"Probablemente no podremos comer estas ostras durante nuestras vidas", dice Mosher. "Su trabajo aquí es mejorar el hábitat".