Momentum de la paz | El Nuevo Siglo
Lunes, 12 de Septiembre de 2016

La salida política negociada, en Colombia, no siempre estuvo a la mano para acabar con un conflicto armado, tan estéril como sangriento. Y por eso la dificultad, sin la debida asimilación y comprensión de esa alternativa, estuvo en ponerla en práctica y llevarla a buen término en un plazo razonable. Muchas veces el problema fue el momentum. 

En efecto, desde el comienzo aquella posibilidad estuvo lamentablemente incidida por el partidismo y la idea opositora de que hacer la paz era un trofeo que debía cerrársele, a como diera lugar, al gobernante de turno. Y en ello se perdieron décadas en las que Colombia se hubiera ahorrado millones de víctimas y aislado el escenario para que emergieran fenómenos adicionales como el paramilitarismo y las drogas ilícitas. Además, se hubiera impedido el desgaste inusitado del Estado, agotando las energías para otros propósitos de verdadero interés y alcance nacionalista, como la superación de la pobreza. Y tampoco se habría fraguado la inserción disfuncional colombiana en el concierto de naciones, donde siempre se intentó disminuirla y atenazarla por el hilo más delgado. 

De hecho, visto en perspectiva, resulta casi un milagro que el país se hubiera mantenido en pie frente a tantos fenómenos que, amparados en el desorden del conflicto armado interno, conspiraron contra la viabilidad nacional. Así con la corrupción; así con la depredación del medio ambiente; así con la falta de escrutinio sobre un Estado paquidérmico, ineficaz y costoso… así particularmente contra el espíritu colombiano que, por fortuna, nunca cejó frente a la idea sistemática de incorporar el materialismo, bien por vía de la violencia, bien por las corruptelas, para generar una sociedad distorsionada en sus elementos intrínsecos.         

Muy seguramente otro habría sido el país si tirios y troyanos hubieran aceptado la visión de Belisario Betancur, a comienzos de la década de los ochenta, solo hasta ahora medianamente comprendida. Tal vez fue entonces demasiado exigente la aceleración de la historia, propuesta por el Partido Conservador, para cambiar a Colombia del inhóspito escenario que padecía. La respuesta terrorista a la apertura de Betancur fue un despropósito esquizofrénico, a quien tendía la mano, e igual de incomprensible fue la sanción que le impuso el partido adverso. Más tarde uno de sus principales críticos, César Gaviria, abandonó de modo intempestivo la salida política negociada que había intentado con cautela, dedicado a subsanar el frente narcoterrorista que ciertamente era un reto mayúsculo. Pero a nuestro juicio, sin ninguna oposición importante en el ámbito político, caído el comunismo y bajo la oleada optimista de la Asamblea Constituyente, se perdió un momento que habría significado, a no dudarlo, el punto óptimo para la paz con la subversión, en Colombia. 

A partir de entonces cobró fuerza la recomposición guerrillera, luego en auge durante la administración de Ernesto Samper, que significó una de las herencias más duras para Andrés Pastrana. Y así el regreso a la salida política negociada se encontró con la subversión en franco ascenso, la Fuerza Pública en las peores circunstancias de que se tenga noticia y la corrosiva crisis económica golpeando duramente a todos los colombianos. En tal sentido, FARC y ELN se sentaron a la Mesa bajo criterios de diálogo y no de negociación, más que todo pendientes de los aprietos estatales que parecían insuperables. Efectivamente, las primeras convencidas de su “Estado móvil y en gestación”, por lo demás con más de 500 soldados y policías cautivos, y el segundo con la idea de una “Convención Nacional”, en medio de una embestida de secuestros. Al final del mandato de Pastrana se había cerrado el escenario de la salida política negociada, pese a intentar un punto de encuentro en las recomendaciones de los llamados “notables”, pero de otra parte el Jefe de Estado había logrado, en un tiempo récord, el viraje definitivo y la puesta a tono de las Fuerzas Militares tras décadas de negligencia y de oídos sordos ante las ingentes necesidades estratégicas, tácticas y operativas.

Más de una década de Plan Colombia, aplicado durante los dobles mandatos de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, produjo la desactivación de parte importante de los paramilitares y también de las FARC, dentro de la salida política negociada en curso, hasta el momento con una pequeña disidencia anunciada. Acabar con esa máquina de guerra es, desde luego, una buena noticia. Lo más importante, sin embargo, es impedir el reciclaje de la violencia. Y en ello, ya sin Plan Colombia, es fundamental el ojo avizor en las bacrines, el ELN y el nuevo apogeo de los cultivos ilícitos. De lo contrario, esta opción de paz se podría ir como agua entre las manos.