Las drogas en Naciones Unidas | El Nuevo Siglo
Sábado, 26 de Marzo de 2016

La gran ventaja que tenía Colombia para incidir con nuevas ideas en la política antidrogas mundial era que venía cumpliendo con creces el propósito de reducir los cultivos ilícitos. Así podía presentarse el país como relativamente exitoso en la contención del contrabando de marihuana, cocaína y heroína, como también en la recuperación de tierras para el desarrollo agrícola alternativo. Con base en ello el gobierno podía declarar que debía cambiarse el modelo antidroga global, no por el fracaso colombiano, sino porque la espiral consumista externa seguía su curva ascendente, a partir de la siembra y comercialización en otros países, y de la lucha excesivamente larga, sangrienta y costosa de Colombia que, aun así, había resultado finalmente victoriosa. Eso era lo que le daba altura y legitimidad al debate, con base en el liderazgo colombiano, y lo que debía concitar el interés de Naciones Unidas.   

Sin embargo, desde finales de 2013, las cosas son a otro precio. La discusión sobre la despenalización o legalización de las drogas ya no se hace a partir de los triunfos colombianos, sino con un fundamento defensivo. Basta con corroborar la regresión a los índices negativos de otros tiempos, en el país, para demostrar la lesión enorme que se viene padeciendo en este aspecto. Se ha perdido, por lo tanto, autoridad política a raíz de ese efecto regresivo y, si bien el asunto aparece como el derecho al pataleo, no suscita la cantidad de convocatoria mundial suficiente para generar un viraje. Tanto como que naciones del estilo de Guatemala y Méjico que, al igual que el gobierno colombiano, han pedido revisar el tema y llevarlo precisamente a una reunión general de Naciones Unidas, a llevarse a cabo en las próximas semanas, tampoco logran despertar un consenso con el propósito de cambiar los contenidos antidroga.

Tan es así que todavía se está bajo el sofisma de proclamar abierto el debate, como gran cosa, pero se ha dejado de aspirar a una modificación concreta, con metas diferentes de alcance universal, y bajo las premisas de la salud pública y el tratamiento diferenciado de los adictos. Inclusive el reciente aporte colombiano en el comité preparatorio de la cita en Naciones Unidas fue el de establecer una Comisión Especial, con expertos del mundo, para indagar alternativas. Y como se sabe, cuando se propone una “comisión” para cualquier cosa es porque no se ha podido llegar a la resolución y simplemente se le da largas al problema por esa vía morosa.    

En todo caso, resulta evidente que el combate a nivel nacional ha venido cediendo de manera alarmante. Las cifras de diferentes agencias internacionales, desde las norteamericanas a las europeas, lo mismo que los índices registrados por las dependencias domésticas, señalan un inusitado incremento de las siembras, por lo demás en departamentos donde antes se habían controlado y en parte con motivo de la diversificación de exportaciones a nuevos lugares y lejanos continentes. Con ello, hemos vuelto a ser el mayor productor y comercializador de drogas ilícitas del mundo.

Ya es común hablar, en efecto, de más de 100.000 hectáreas cultivadas de hoja de coca, para no referirse exclusivamente a las 159.000 hectáreas registradas en los documentos más recientes de la Casa Blanca. Es claro, de otra parte, que con la devaluación del peso colombiano frente al dólar el negocio está en bonanza. Nuevos destinos de consumo, como China, India y los países árabes, han rejuvenecido la oferta colombiana. De tal modo el negocio mantiene plena vigencia y más bien tiende a capturar nuevas poblaciones, tanto para el cultivo como para la comercialización y, lo que es peor, últimamente para el consumo interno.

La elasticidad académica, cuya tesis consiste en señalar la prohibición como la causa y consecuencia de todo, puede permitir los debates que a bien se tengan. Y no está mal que ello ocurra. Pero mientras ellos se llevan a cabo la ventaja que de nuevo está tomando el cultivo y contrabando de la droga, en Colombia, resulta de un costo excesivo. No sólo, claro está, en combustible para la beligerancia delincuencial y la erosión de las instituciones, sino en viabilidad nacional.