Las cifras no dejan espacios para suspicacias, tan sólo en noviembre de 2017, el número de homicidios en México ascendió a 2. 212, según lo ha dado a conocer el Sistema Nacional de Seguridad Pública. Otros datos ayudan a configurar una visión de la violencia cotidiana en el país azteca. En los pasados tres años, a partir enero de 2015, la tasa de homicidios se incrementó en un 57 por ciento; 28 de los 32 estados mexicanos vieron aumentar el número de los homicidios en sus territorios.
En los primeros once meses de 2017 se habían reportado la friolera de más de 23.000 homicidios. No se trata aquí de adjudicar toda esta marea de sangre al paramilitarismo sino señalar que ante la inoperancia de las autoridades -quienes constituyen la disposición del uso legítimo de la fuerza por parte de un Estado- se han ido forjando grupos paramilitares. De hecho quienes trafican y comercian con droga son un tipo especial de estos grupos al margen de la ley.
Existe probada evidencia de que este panorama de desosiego, este escenario mortal con sus tragedias cotidianas, se asocia -aunque no exclusivamente- al problema de la droga. Esto se manifiesta con mayor intensidad en las zonas pobres, donde existe carencia de oportunidades, y esto propicia el surgimiento y consolidación del sicariato, disputas por los canales de distribución y tráfico, además de desbordamiento para un Estado ineficaz.
Como en muchos países latinoamericanos, la aplicación de las políticas derivadas del Consenso de Washington, o neoliberales, dejó a las naciones con más territorio que Estado, es decir con una débil presencia de las entidades públicas en particular en las zonas rurales de los países. Y como parte del escenario general, uno de los nudos fundamentales deriva del consumo local y en particular de las rutas de tráfico de estupefacientes que tienen por destino el millonario mercado de Estados Unidos. Rutas que se han acentuado en México y Centroamérica.
Estos países están viendo cómo la corrupción, el rentismo “mal habido” de la droga, ha hecho naufragar a las instituciones que quedan, en una espiral de violencia que va dejando poco margen de maniobra a las autoridades. Dramáticas repercusiones hacen que varias ciudades latinoamericanas tengan el triste posicionamiento mundial de estar entre las más violentas del planeta.
En efecto, en Honduras los homicidios han escalado hasta llegar a ser 73 cada 100,000 habitantes; en Venezuela de 54; en Belice de 43; en El Salvador de 62; y en Guatemala de 40. Y los más vulnerables como siempre, son quienes subsisten en condiciones de pobreza total o extrema. Para esos grupos poblacionales -que llegan a ser más del 60 por ciento de la población en zonas rurales de México y Guatemala- no existen empleos o medios de subsistencia que garanticen oportunidades. Sin ello no pueden abastecerse de productos y servicios básicos y a partir de eso, se fortalecen las economías informales o subterráneas.
“Caldo de cultivo”
A ese escenario interno de un país como el México rural, se debe agregar la debilidad institucional del Estado. Las entidades públicas no cuentan con recursos ni capacidad suficientes recursos como para imponer una presencia que sea eficaz y oportuna en la generación de resultados. Con ello, los grupos marginados están a la deriva. Las grandes y pequeñas empresas privadas entonces pueden sentirse muy tentados a recurrir al paramilitarismo. Así nació las “Convivir” en Colombia, y luego se desencadenó el fenómeno del paramilitarimo, aún prevaleciente en muchas regiones del país.
Y a todo esto, que los Estados sean débiles no ha sido gratuito. De ninguna manera. La embestida neoliberal, la del “Consenso de Washington”, como se puntualizó arriba, vio que las entidades públicas eran como un mal necesario, de allí que mientras menos cuantía de recursos gastaran o menos presencia tuviesen, mucho mejor. Con ello, también -aquí está la viabilización política- grandes grupos de poder económico vieron reducir sus impuestos, en nombre de la competitividad, la internacionalización y la flexibilidad laboral que conducía -se presumía- a la eficacia productiva.
Por supuesto que estas teorías son importadas. Pero en todo esto es de establecer matices. No es lo mismo, por ejemplo, reducir la presencia de un estado de un 48 a un 42 por ciento en la economía, pongamos por caso, el Reino Unido de la Sra. Margaret Thatcher (1925-2013), que en Bolivia reducir del 8 al 5 por ciento de participación del estado en la economía. Los fines que se perseguían en todo caso no fueron alcanzados como lo demuestran los resultados de política económica en muchos países.
En el primero de los casos citados, el de Reino Unido, los recortes no afectan el “mínimo vital” de los servicios y de los mecanismos de las instituciones vinculadas a bienes públicos, de una oportuna regulación de mercados y de promover la inclusión social. En absoluto nadie niega la importancia del emprendimiento, de los empresarios, ni de la presencia de un competitivo sector privado. Pero no es menos cierto que el entramado de los servicios vitales y de las instituciones debe estar también presentes.
En muchas oportunidades los fanatismos -esa obsesión por evitar pensar y en lugar de ello estar aferrados a creencias- no dejan posibilidad para el intercambio, el diálogo y en general la necesidad imprescindible de adaptar creativamente las teorías. Muchas veces la imitación como se lleva a cabo en un trasplante mecánico, sin tomar en cuenta contextos, circunstancias particulares, es decir “casos clínicos” en los países, empresas y entidades con los cuales se trabaja.
En muchos casos, como una vía de escape para la población, ocurre la migración, o la búsqueda empuja tratar de obtener algún empleo al norte, en Estados Unidos. Es en todo ese escenario en que los grupos de narcotráfico ven favorables condiciones para expandirse. En primer lugar, la potencia del norte con sus casi 43 millones de consumidores de drogas ilícitas es el mercado natural que se requiere abastecer. Véase cómo no se tiene interés en castigar la demanda, sino más bien la oferta.
En segundo plano se establece una integración en las cadenas de suministro desde la producción de estupefacientes, la que se origina desde el norte de Sudamérica. En tercera instancia, allí está el factor de gente que puede integrarse operativamente en las tareas más específicas -las que incluyen sicariato- a partir de no tener ningún empleo alternativo.
Los grupos paramilitares que emergen como resultado de la defensa que productores locales hacen de sus empresas son sólo un paliativo temerario. La solución no puede ser permanente, mientras el Estado demuestra una recurrente debilidad institucional. La gran amenaza en un futuro que está allí, al voltear la página, es que esos grupos paramilitares se vuelvan de por sí, empresas criminales; nadie tiene, después de un tiempo, control sobre ellos. Los escuadrones de la muerte en Brasil, El Salvador, Guatemala, el propio México y Colombia están para atestiguarlo.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario. El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna.