Por: Andrés Rincón
Enviado Especial
Zona fronteriza Colombia – Perú
A escasos seis nudos de velocidad (unos 12 kilómetros por hora), las planicies selváticas pasan lentas a los lados mientras el A.R.C. Arauca remonta las tranquilas, pero caudalosas aguas de la parte media del río Putumayo en el trapecio amazónico.
Son las 5:40 de la tarde. El cénit de un azul intenso. Atrás, la penumbra acecha. Al occidente; lilas, naranjas, rojos y blancos se precipitan en el horizonte. Previendo la noche, grupos de canarios irrumpen y surcan en el cielo con su canto para posarse en las copas de árboles de aproximadamente 12 metros de altura.
Siete horas atrás quedó Puerto Leguízamo y la Fuerza Naval del Sur, desde donde también zarparon el A.R.C. Arauca, el A.R.C. Igá Raparaná y el A.R.P. Ucayalí, de la Fuerza Naval del Perú.
Navegamos por tierras ancestrales que han padecido por siglos las consecuencias de la producción agrícola; primero, a finales del siglo XIX con el cultivo de la quina; segundo, con la explotación cauchera a principios del siglo XX que originó el exterminio de miles de indígenas, y posteriormente, con la llegada de los cultivos de coca en la década de los ochenta que trajeron muerte y desolación.
Arranca la travesía
Es lunes 13 de mayo de 2013, inicia la Séptima Jornada Binacional Colombia - Perú que durante 45 días recorrerá 2.502 kilómetros de los ríos Putumayo y Amazonas llevando programas de salud a 107 poblaciones, 48 de ellas colombianas.
En su primera semana, la tropa irá río arriba, hacia las poblaciones de Güepí Tres Fronteras (Perú), La Apaya, Bajo Casucante, Salado Grande, Saladito, La Libertad (Perú), y Nueva Esperanza. Posteriormente, la flotilla regresará a Puerto Leguízamo y arrancará al suroriente hacia Leticia.
Es una tierra recóndita, aislada por la geografía. A Puerto Leguízamo, el municipio más importante, solo se llega por avión o por río después de navegar ocho horas en lancha voladora desde Puerto Asís. Es tan lejano que tampoco llegan la señal de celular e internet.
Tres Fronteras
Luego de varias horas de navegación se asoma Güepí Tres Fronteras, territorio peruano ubicado en el margen izquierdo del río Putumayo a unos 11 kilómetros de Puerto Leguízamo.
Ubicada estratégicamente, Güepí comparte frontera con Ecuador y Colombia. Una población que mezcla inexorablemente las culturas, donde el dólar, el sol y el peso se tranzan al mismo tiempo y donde el idioma, la economía, la pobreza y hasta la violencia, se comparten por igual.
A primera vista, sus 42 casas de paredes de tabla y techo de zinc, reflejan la precariedad con que se vive acá. Sin embargo, esto no apaga la amabilidad y la alegría con que sus 291 habitantes reciben a los visitantes.
El acontecimiento es tal que se suspendieron las actividades cotidianas y un grupo de pequeños niños dan la bienvenida a la comitiva con bombas, carteles y gritos de ¡Viva Perú!
Y no es para menos, la llegada de la Binacional es como la Navidad anticipada para cientos de personas que viven a la orilla de este río de 1.837 kilómetros de longitud.
La fiesta
De repente y como si fuera una gran fiesta, un sonido de discoteca invade las polvorosas calles de Güepí, mientras que un disc-jockey invita a venir al kiosco principal para bailar, recibir regalos y pasar un buen momento.
Es el Grupo Especial de Operaciones Sicológicas (GEOS) de la Armada colombiana y sus integrantes, quienes a través de sus animadores le cambian la cara al lugar.
Simultáneamente, en la ribera, el barco-hospital abre sus puertas y comienza a brindar atención en salud, servicio que allí se presta en una enfermería con un botiquín desvencijado.
En medio de la fiesta, la sonrisa de una joven se distingue. Es Marta Isabel Macaniya Grepa, colombiana de 24 años. A pesar de su juventud¸ Marta lleva a sus espaldas un duro pasado que dice ya está dejando atrás.
“Hace tres años vivimos aquí con mi esposo y mis hijos de cuatro, seis y ocho años. Nos ha ido bien. Trabajamos sembrando plátano, arroz, maíz y cuidando gallinas”, dice con timidez.
Huyendo de las amenazas de los grupos armados ilegales recorrió durante siete años con su familia Puerto Leguízamo y el Carmen, en Ecuador.
“Hay una ley de esa gente que no lo deja a uno trabajar tranquilo. Uno tiene que hacer lo que ellos digan y por eso dejamos la tierra que teníamos allá. Si uno tiene algo, tiene que estar comprometido con ellos y nosotros no queremos una vida así, queremos una vida libre. Teníamos que darle la mitad de lo que poseíamos y de todo lo que producíamos”, recuerda la muchacha.
Ellos hacen parte de las 12 familias colombianas desplazadas que viven en la vereda y que reciben por parte de la comunidad un pequeño lote para vivir. “Acá nos dan un terreno y cuando queramos irnos podemos venderlo. Nos han dado unas láminas de zinc”, expresó.
Según la mujer, en este remoto lugar encontraron lo que por mucho tiempo buscaron en el lado colombiano y no pudieron lograr.
“Desde que estamos acá hemos podido trabajar. Nos han brindado ayuda. A ese lado no pudimos hacer lo que queríamos, incluso ahora los niños están estudiando”, dijo.
Sin embargo, no todo es color de rosa para Marta y su familia, ya que el único requisito que les exigen las autoridades del vecino país para quedarse con tranquilidad es sacar los documentos peruanos.
“Nos exigen tener los papeles de acá pero no hemos podido. Nos queda duro porque cuando estamos enfermos nos toca buscar el lado colombiano porque la salud es gratis, en cambio aquí hay que pagarla”, explicó la joven.
Sin identidad
A pesar de ser zona de orden público para los habitantes de Güepí la vida en la vereda es tranquila, afectada solo por los paros armados que paralizan el transporte fluvial hasta por 30 días, dice Luis Ahuanari Souza, cacique de Tres Fronteras.
“Se cierra la zona por 30 días y prohíben movilizarse a las lanchas que nos abastecen de alimentos. Nosotros dependemos de los víveres de Puerto Asís y del Carmen, Ecuador. Este año no ha habido paros”, señaló la máxima autoridad de la población.
Pero este no es el único problema de Güepí, la inexistencia de acueducto, de alcantarillado, de redes eléctricas y de un centro de salud, es la constante en la mayoría de los pueblos de la región. La solución: el almacenamiento de aguas lluvias tratadas con cloro para el consumo humano, pozos sépticos, plantas eléctricas que funcionan dos horas al día por el alto consumo de petróleo y viajes de horas en lancha hasta Puerto Leguízamo para ser atendidos en el hospital.
En medio del inhóspito paisaje, sobresalen las 20 antenas de televisión satelital que aparecen agarradas de las casas de tabla, servicio que es pagado religiosamente cada mes a través de encomienda en el municipio de Soplín Vargas.
Pero esta no es la única contradicción que se vive en el poblado, ubicado allí hace 44 años después de la instalación de una base militar en Aguas Negras. La comunidad que se dice ser Kichwa, no tiene ni un solo miembro de esa etnia. “Si acaso existe una familia de descendencia Kichwa”, dice la gobernadora Estella Chávez, para quien aprender la cultura indígena se ha convertido en un motivo de subsistencia, ya que solo así podrán recibir las ayudas especiales que para estas comunidades brinda el Estado peruano y diferentes ONG. “La idea es aprender la cultura indígena. Nos toca porque nos exigen eso para recibir los apoyos”, sostuvo la Gobernadora.
Rin Rin Renacuajo
Río abajo y al margen izquierdo del afluente, La Apaya sobresale entre la espesa selva con cinco casas y un embarcadero cuyas escalinatas de cemento son usadas como lavadero público ante la ausencia de canoas.
Su nombre se debe a que se encuentra delante del Parque Nacional Natural La Paya que abarca una extensión de 422.000 hectáreas de selva húmeda tropical. Contiene gran variedad de lagos y lagunas, ríos de agua blanca, así como una alta riqueza faunística.
A diferencia de Tres Fronteras, en La Apaya reina la desolación. La cancha del pueblo y sus alrededores están solos y la gente mira con reserva desde las ventanas y los balcones la llegada de los militares.
Los pocos habitantes que se atreven a cruzar palabra dicen que es porque no les avisaron, pero entre los uniformados se dice que pueden ser presiones de la guerrilla para que la gente no reciba la atención de la Fuerza Pública.
Un cartel metros más arriba, en el que se lee “No a la fumigación y erradicación forzada de cultivos ilícitos, sí al Plan Integral de Desarrollo Campesino”, confirma la hipótesis.
A punta de llamados y de promesas de los animadores del Geos, finalmente poco a poco en la cancha resultan reunidos unos 20 adultos y 30 niños.
Son 70 familias mestizas que habitan este punto en el que casi todos viven en invasión ya que solo hay tres propietarios con título: los Trejos, los Vargas y los Díaz.
En lo que podría ser la sala de espera del embarcadero, la teniente Fernanda Perdomo y el cabo Richard Lagares, reúnen a los niños para enseñarles el hábito de la lectura a través del Programa del Ministerio de Cultura ‘Leer es mi Cuento’, que hace parte de la atención que brinda la binacional.
Entre los 20 menores que participan de la lectura, está Alexis Hauite Taya, un niño de nueve años que escucha con atención unas letras que no son ajenas para él.
De repente, los ojos de Alexis se iluminan cuando escucha preguntar si alguien sabe recitar un poema de Rafael Pombo. De inmediato, y con el río de trasfondo, el muchacho comienza una narración de tres minutos del famoso renacuajo paseador.
La intervención, que resulta normal en un niño de ciudad, toma una mayor relevancia dado lo recóndito del lugar y las condiciones en que tienen que estudiar los infantes de la zona.
La capacidad del nuevo personaje de La Apaya no es un misterio, ya que según él, desde los cinco años lee todo lo que se le pase por delante.
“Siempre leo y me queda en la memoria. Me gustan los cuentos y me gusta mucho el Renacuajo paseador y Francisco el Ballenero. También me gustan las noticias”, afirmó.
El sueño de Alexis, quien es el mejor estudiante del cuarto grado de primaria de La Apaya, es conducir un gran barco, como los que cada año llegan desde muy lejos a visitarlos.
Álex Hauite, el papá de Alexis, aseguró que espera que por medio de esta capacidad, su hijo pueda cambiar la vida que le espera si no sale de La Apaya. “Espero que sea un buen hombre, que pueda llegar a ser algo en la vida”, expresó Álex.
Las escuelas de las poblaciones del Putumayo Medio solo cuentan hasta noveno grado, por lo que la mayoría de los niños que terminan se quedan trabajando en las labores del campo por la falta de recursos de sus padres para enviarlos a Puerto Leguízamo a terminar el colegio.
Los Siona
Casi al mismo nivel del río, sin un solo metro de pavimento y cuatro ranchos en tabla y zinc, Bajo Casucante aparece humilde.
Las necesidades de sus 150 habitantes no se diferencian mucho de los demás pueblos cercanos. Sin embargo, la etnia Siona, que allí vive, cuenta con una carencia que va más allá de lo material y que tiene en riesgo su existencia ancestral, la falta de médico tradicional.
Según Arcesio Ortíz Hernández, exgobernador del resguardo, el médico tradicional se fue hace dos años para Puerto Leguízamo seducido por el dinero que en el pueblo le pagan por la toma de yagé.
“La toma del yagé se volvió como un negocio. Ellos (los médicos tradicionales) empezaron a buscar la plata y los que practicaban la medicina también se fueron”, sentenció Arcesio.
“Las consecuencias son muy grandes, ya que es la parte fundamental de una comunidad indígena. Prácticamente se están perdiendo los ritos y lo tradicional se está deteriorando. Esa es la lucha en que estamos”, señaló el líder nativo.
En la comunidad Siona de Bajo Casucante no quedó un heredero del conocimiento de la medicina tradicional que trate las enfermedades y guíe a su pueblo.
A esto se suma la pérdida de la lengua nativa debido al desinterés de sus habitantes en hablarla. En el resguardo, solo la profesora y tres abuelos saben el idioma.
La paz
En Salado Grande los signos de modernidad se experimentan en algunos minutos de señal de celular gracias a su cercanía con Leguízamo.
De la misma manera, algunas construcciones en cemento, la hacen ver más avanzada que sus vecinos, pero de resto, todo es lo mismo: una planta eléctrica que funciona dos horas al día, tanques para recoger el agua … necesidades y más necesidades.
Gabriel Caimanito, el presidente de la junta de acción comunal habla con autoridad moral de lo que fue la bonanza cocalera hace varios años y de su nueva realidad.
“Fui raspachín desde Puerto Ospina hasta Agua Negra junto con mi mujer. Nos fue bien como para la comida. Fueron diez años raspando. Pero nos sacó corriendo la erradicación. Toda la platica que gané la perdí. De eso no me quedó nada. Vendí la casa en el pueblo y me vine para acá. Toda la gente dejó los cultivos tirados porque se acabó la coca”, recuerda.
El hombre explica que en “esa época se ganaban 20 mil pesos por jornal boleando machete y 25 boleando bomba. Ahora el trillado lo pagan a 15 mil pesos”.
Perdió varios primos por la violencia y dice que son muchos los riesgos para volver a ese negocio. “Ya no. Porque está muy cara la gasolina. Y ahora lo llegan a coger a uno y por cuánto no va uno a la cárcel”.
Sobre los diálogos entre el Gobierno y la guerrilla, dice que ha oído de eso por las noticias. Sin preguntarle y con la experiencia que le da toda una vida viviendo los rigores de la guerra, sentencia con una pasmosa naturalidad, que no va a haber paz.
“Sí. Eso oí en las noticias, pero yo digo que paz no hay. Eso es una trampa que le hace la guerrilla al Gobierno. Están hablando de paz y por otro lado están haciendo daño. Eso es una trampa”, dijo.
Aunque reconoce que ya no se ven los cadáveres bajando por el río como antes, reiteró que eso “es duro. Pienso que la guerra es entre los mismos colombianos”.
Sobre el narcotráfico dice que se podría acabar, pero que seguirán cobrando por la explotación de otras cosas como la ganadería y la minería. “Seguirán con otras cosas como el ganado y si ya no es con la coca, ahora los ricos se pegan de la minería”.
Dos tierras
Como en casi toda la frontera, la simbiosis entre peruanos y colombianos la convierte en un solo territorio en el que las necesidades se satisfacen bajo sistemas de cooperación.
Es el caso de Roque Antonio Durango Oquendo, colono antioqueño que llegó a la región hace 20 años como raspachín y quien vive con su esposa y cinco hijos en Puerto Libertad (Perú) y pertenece a la Asociación de Agricultores de El Saladito (Colombia).
“La mayoría que vivimos en Puerto Libertad pertenecemos a la Junta de Acción Comunal de El Saladito. También compramos algo de terreno para invertir en agricultura y para pertenecer a la Junta. Básicamente esto se hace por el servicio de salud, ya que nuestro país no le presta servicios a los peruanos que no tengan la doble identidad”, dice el hombre.
El alto costo de la tierra, la poca posibilidad de comprar y la violencia, son las razones por las que los conncionales prefieren establecerse en Perú sin romper sus vínculos con Colombia.
“Mucha gente se ubica en este lado por las tierras fértiles. Las mejoras (finca con potrero, árboles frutales) son muy favorables”, afirmó Roque.
Desde hace cuatro años el colono convive con los peruanos en una finca que dice ya ha mejorado y puede llegar a vender por mucho más de lo que la compró.
“Se convive bien, no hay problemas. La vida se la da uno, respetando las leyes peruanas. Eso lo amarra mucho a uno a vivir aquí. Hay mucho pescado y cacería”, comentó.
En Puerto Libertad el 80 por ciento de la población, compuesta por 45 familias, son colombianas.
El futuro
Tras décadas entregadas a la siembra de coca, una trilladora cero kilómetros instalada en un galpón a un lado de la cancha de fútbol, se constituye en la esperanza de vida de por lo menos 100 campesinos que están afiliados a la Asociación de Productores Campesinos de El Saladito.
La máquina, que tuvo un valor de 50 millones de pesos, fue financiada por el Plan de Consolidación y es la única máquina de producción agrícola que hay en kilómetros a la redonda.
“Este proyecto es una bendición de Dios. Tenemos muchas esperanzas en este proyecto. Esperamos que esto nos mejore la calidad de vida”, afirmó Martino Pérez, vicepresidente de Acción Comunal y vicepresidente de la Asociación de Productores Campesinos de El Saladito.
No obstante, los fracasos de cientos de proyectos productivos promovidos por el Estado en el Putumayo después de la erradicación, es el mayor temor que se cierne sobre este proyecto.
“Lo que ha pasado es que le han dado serrucho a los proyectos. Ha habido otros muy exagerados donde los dejan tirados, nadie responde y se convirtieron en problema. Por eso pedimos acompañamiento técnico. Que no nos dejen solos”, señaló Pérez.
La lucha por mantenerse en la legalidad después de la bonanza de la coca, es el mayor reto que enfrentan hoy los campesinos de esta zona.
“Ese es un temor de muchos. Nosotros tenemos las cosas claras, pero vamos a agotar hasta los últimos recursos para que este proyecto tenga una salida. Tenemos claro que con ayuda o sin ayuda del Estado vamos a sacar esto adelante”, declaró Martino.
“Cuando una persona se retira de esta actividad, la persona se debe poner una meta de que podemos vivir de otra forma. Es muy difícil, hay muchas personas que salen de este sistema.Es algo en lo que uno entra fácil pero que es duro para salirse. Sostenerse es muy duro después de que la plata nos la ganábamos fácil. Yo ya me sostuve 12 años trabajando con lo legal y no voy a volver atrás”, sentenció.
De nuevo parte la flotilla hacia otro lugar recóndito del río Putumayo donde es esperada como la Navidad anticipada de cientos de familias que viven en sus riberas. Una presencia que pese a cientos de kilómetros de distancia, les hace sentir que pertenecen a un país.