Por Juan Gabriel Uribe
A hoy, diez años después de la ruptura del proceso de paz con el gobierno del presidente Andrés Pastrana, las Farc, según el Comandante General de las Fuerzas Militares, Alejandro Navas, cuentan entre 8.000 y 9.000 hombres-arma. Eso quiere decir que no son las Farc de 1998-2002, cuando tenían alrededor de 16.000 combatientes. Puede ser su tamaño actual el de 1991-92, durante los diálogos del presidente César Gaviria, en Caracas y Tlaxcala. Incluso, pueden ser unas Farc similares a las de la tregua de 1984-86, suscrita con el presidente Belisario Betancur, luego de la amnistía y la constitución de la Unión Patriótica como partido, organización aniquilada en el transcurso de la administración Virgilio Barco por las entonces denominadas fuerzas oscuras (las cifras oscilan entre 2.000 a 4.000 cuadros políticos y sindicalistas entre 1986 y 1990), cuando paulatinamente se rompió el armisticio por Departamentos a partir de un ataque de las Farc a soldados del Batallón Cazadores, en San Vicente del Caguán, Caquetá, cuyas dieciséis tumbas aún están ahí. Saber cuántos son los contingentes de las Farc, a 2012, no es fácil. Sólo está lo dicho por el general Navas, voz autorizada que los calcula en un 50 por ciento del 2002.
En todo caso, en los conflictos armados internos no sólo suelen contarse hombres-arma, sino ellos adicionados con los círculos de personas que auxilian a las fuerzas irregulares, más o menos el triple o cuádruple de los contingentes bélicos, como quedó demostrado en la desactivación parcial de los escuadrones paramilitares durante los mandatos del presidente Alvaro Uribe (2002-2010). Así, de una fuerza de alrededor de 8.000 hombres-arma terminaron desmovilizándose alrededor de 32.000 paramilitares, según cifras gubernamentales. Siguiendo éste dato, es factible decir que las Farc pueden contar con un rubro similar de 35.000 personas, entre combatientes y personal no armado de apoyo, logística e inteligencia, sin incluir los vasos comunicantes con determinadas poblaciones en las zonas de sus enclaves. Inclusive, durante el gobierno de Uribe se sostuvo que individualmente habían desertado 17.000 subversivos o militantes, la mayoría de las Farc, lo que hace suponer que un número al menos igual o superior se mantuvo en combate, acorde con los ataques posteriores. El hecho, asimismo, es que no desertaron frentes completos, como fue la pretensión con la supuesta desmovilización guerrillera de la Cacica Gaitana, hoy judicializada. De todas maneras, con semejantes cifras de una y otra vertiente de la violencia, se pensó que el país había entrado por el sendero de la paz. En la actualidad, sin embargo, está demostrado el reciclaje paramilitar en las llamadas Bacrim (bandas criminales) y la modificación estratégica de las Farc, mientras el Eln se alía con éste grupo en algunos territorios y mantiene su cúpula en el exterior. Por su parte, las autoridades han sostenido que en algunas zonas también hay alianzas de Farc y Bacrim. Quiere decir que las últimas no buscan la caracterización ideológica que pretendían las organizaciones originales, denominadas Autodefensas, cuyos jefes terminaron, en medio del proceso de paz de Ralito, recluidos de narcotraficantes en cárceles de Estados Unidos. De hecho, muchos vislumbran en las nuevas alianzas una transición del conflicto a escalas superiores a las antecedentes; otros creen, en tanto, que todo ello es un remanente del pos-conflicto. Sólo para citar un caso, mientras no hubo una sola protesta ante la extradición de los paramilitares, en 2008, en cambio la reciente baja de uno de los jefes de los llamados Urabeños, a comienzos de 2012, produjo un paro armado en la Costa Atlántica.
Vaivenes del conflicto
No obstante, mientras hay mutaciones en el conflicto, como en el caso anterior, el lenguaje se torna similar a épocas remotas. Tal el caso del mismo Presidente Juan Manuel Santos, elegido en 2010, quien ya no habla de fuerzas oscuras, sino de una mano negra de izquierda y derecha, como en las épocas de la guerra civil no declarada entre los partidos políticos, en las décadas de los treinta a cincuenta del siglo pasado, que desembocó en el Frente Nacional, bajo la paz constitucionalizada a través del equilibrio del poder entre las colectividades, conservadora y liberal (1958-1974). Entonces, ciertamente, se firmaron los pactos, pero no hubo lo que hoy se denomina verdad, justicia y reparación, siguiendo el modelo de Suráfrica. El hecho, siendo éste ejemplo de otras épocas, es que el Frente Nacional es reputado por reconocidos expertos internacionales en conflictos armados internos, como Bárbara F. Walter, de uno de los pocos casos exitosos, entre las decenas de procesos de paz verificados desde 1940 a 1992 en el mundo, que finiquitó con un acuerdo eficaz entre las partes y resolvió el problema entre los contendientes. En efecto, el Pacto de Sitges, entre los ex presidentes Laureano Gómez y Alberto Lleras, que perfeccionó la Declaración de Benidorm que dio inicio a las conversaciones de paz entre los partidos y que buscaba derribar la dictadura militar reinante, sostenía textualmente: “Necesitamos los colombianos, ante todo, una política de paz, mejor aún, una política que produzca la paz”. Es decir que los líderes del país fueron conscientes de que era un esfuerzo de más largo plazo a unas conversaciones de paz. Había no sólo que expulsar al dictador, último producto de las confrontaciones y el divisionismo partidista, sino reinstaurar la Constitución y adoptar una cultura pacífica.
Desde los 80
Lo cierto, en todo caso, es que a algo más de media centuria de ello la violencia sigue siendo un problema central al país, con múltiples aristas y variaciones, básicamente desde la aparición del narcotráfico y los carteles de la droga. Desde 1982, cuando subió Betancur y por primera vez se abrieron diálogos de paz con las organizaciones subversivas, fruto de la Guerra Fría en que se desarrolló el Frente Nacional y se inició una violencia de otro cariz a la interpartidista que se había resuelto, la agenda de la nación ha fluctuado entre los narcotraficantes, las guerrillas y los paramilitares, y sus imbricaciones. De entonces a hoy, unos u otros preponderaron, copando titulares y acciones gubernamentales. De las condiciones objetivas y subjetivas de la paz, de Betancur, hasta la Seguridad Democrática de Uribe, en un lapso de casi treinta años, se ha hecho énfasis en la salida negociada o militar del conflicto. Inclusive muy a los inicios de la Guerra Fría, el presidente Guillermo León Valencia, en el segundo período del Frente Nacional (1962-1966), estuvo a punto de acabar con las Farc en los bombardeos de Marquetalia, una vez había pasado ésta organización de ser un rezago de la violencia interpartidista a matricularse del liberalismo al comunismo y todas las formas de lucha. El Eln, proveniente por su parte del foquismo del Ché Guevara y la combinación con la teología de la liberación, estuvo cerca de sufrir la misma suerte en Anorí, entre las administraciones de Misael Pastrana Borrero (1970-1974) y Alfonso López Michelsen (1974-1978), pero lograron evadirse. Luego surgió el M-19, en buena parte disidencia urbana de las Farc, que mantuvo al país en vilo con sus ataques terroristas y sensacionalistas, hasta producir la hecatombe del Palacio de Justicia, en 1985, hecho imborrable que pese a la desmovilización e indulto de esa organización luego del secuestro del estadista Alvaro Gómez, en 1988, aún produce dramáticos estremecimientos como el fallo de las últimas semanas emitido por el Tribunal Superior de Bogotá, pendiente de casación ante la Corte Suprema, donde en medio de una gran polémica y otros dictámenes se acaba de condenar al Ejército como institución, al obligarlo a pedir perdón público en la Plaza de Bolívar, y se determinó correr copias sobre la conducta del ex presidente Betancur a la Corte Penal Internacional.
Actualidad
Ahora, durante el mandato del Presidente Santos, se emitió la consigna de Prosperidad Democrática, haciendo énfasis en la economía, lo social y las reformas civiles, de alguna manera dejando atrás el impacto de la violencia sobre la agenda nacional. No obstante, el Presidente decidió, al mismo tiempo, jugar su Gobierno a una Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, poco a poco en desarrollo, que supone un gigantesco ejercicio estatal por reparar millares de víctimas y millones de campesinos desplazados de sus tierras y retrotraer su titularidad a ellos tras el desalojo paramilitar y las presiones guerrilleras. Para muchos es un acto histórico de justicia; para otros, en especial opositores que se suponían de su misma línea, es una forma de auspiciar la lucha de clases y escalar el conflicto. Es muy temprano para señalar la suerte de la propuesta principal de Santos. Aún así, lo que él denomina mano negra se ha dejado sentir en múltiples asesinatos y le ha tocado citar manifestaciones para legitimar el proceso, señalar que irá hasta el final y proteger a los beneficiarios de su política.
De la misma manera, Santos ha reiterado que en sus manos están las llaves de la paz y que no las ha lanzado al mar. Se refiere, en particular, a las Farc y el Eln, supérstites de muchos de los acontecimientos anteriores luego de la guerra prolongada y sin fin de la cual han sido protagonistas crudos y feroces y que ha producido en tantas décadas de violencia reciente cifras superiores a los cien mil muertos de la Guerra de los Mil Días (1900-1903) o los doscientos mil (por lo bajo) de la guerra civil no declarada entre los años treinta y cincuenta del siglo pasado. Las Farc, más específicamente, ha sido motivo de atención militar y política de Santos hasta el punto de que, tanto como ministro de Defensa de Uribe y ahora Presidente, dio de baja a los tres jefes considerados invencibles, alias Reyes, Jojoy y Cano. Tocó a él, también, la muerte de alias Marulanda o Tirofijo (2008), cabeza de las Farc desde que se rebelara como liberal contra el gobierno de Laureano Gómez, 1950-51 (fecha del nacimiento de Santos). Durante el gobierno del presidente Ernesto Samper (1994-1998), Santos fue de la idea de que si el primer mandatario renunciaba, a raíz de los escándalos del proceso 8.000 donde se descubrió que grandes sumas de dinero de la mafia habían ingresado en su campaña, podría lograrse un cese de fuegos entre guerrilla, paramilitares y Estado, lo que presuntamente abriría un proceso de paz global y definitivo. El asunto no prosperó, pero en el siguiente gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), Santos hizo parte de la Comisión de Acompañamiento Internacional que se suponía iría a monitorear la zona de distensión del Caguán, pero pronto renunció al aducir privadamente falta de claridad sobre su propósito. Más tarde, como ministro de Hacienda de Pastrana, mantuvo su apoyo al proceso, aunque no participó directamente de los diálogos. De ésta suerte, Santos ha tenido ambas facetas: de un lado el más certero adversario de las Farc, de otro un protagonista cauteloso de la llamada salida política negociada.
El hecho es que, a pocos meses de la baja de Cano y el asesinato de cuatro militares cautivos en Caquetá por parte de las Farc, a finales de 2011, el nuevo jefe de esa organización, alias Timochenko, le envió a comienzos de 2012 una carta en la que dijo estar dispuesto a hablar de paz sobre la base de la agenda pactada en el Caguán. Santos desestimó públicamente esa vía, pero no cerró otras posibilidades, sin decirlas.
Plan Colombia
La palabra Caguán ha estado presente en los últimos meses y de allí el interés, generalmente para cerrar cualquier posibilidad al respecto pues se usa de sinónimo de salida política negociada en la dirigencia y la opinión pública, aunque aún así en la gran mayoría de sondeos el diálogo aparece alto. Y de allí también el interés sobre la ruptura de las conversaciones el 20 de febrero de 2002, hace diez años.
Los llamados diálogos del Caguán con las Farc, en la administración Pastrana, fueron sólo parte de una estrategia global, cuyo fundamento consistía en entender que el narcotráfico era el principal combustible de la guerra colombiana y que era necesario adecuar a las Fuerzas Militares para el combate en todos sus frentes en medio de la crisis económica proveniente, de un lado, de la situación internacional y de otro del gasto público al que había recurrido el Gobierno anterior para sostenerse y los intereses bancarios desmedidos. La crisis durante la administración Samper había supuesto, en el mundo, que Colombia era un Estado fallido. No sólo, en efecto, por el escándalo del proceso 8.000, que produjo el desvisado presidencial, sino porque las las Farc pasaron de la guerra de guerrillas a la territorial y de movimientos y en el lapso atacaron por primera vez bases militares, secuestraron más de 500 soldados y policías, y produjeron grandes bajas en Puerres, San Juanito, las Delicias, Patascoy y tantos otros lugares, lo cual demostraba una clara insuficiencia en la estructura castrense para frenar la escalada. El temor, al término del gobierno Samper, consistía en que, vistos los secuestros, no fueran eventualmente a desmoralizarse y entregarse compañías completas sin combatir. Para superarlo la administración Pastrana propuso a Estados Unidos una especie, en su dimensión, de Plan Marshall (plan que recuperó a Europa después de la Segunda Guerra Mundial) a fin de fortalecer el Estado, precaverlo de su colapso e invertir en las áreas del conflicto. De esa idea surgió el Plan Colombia, en realidad Ley Colombia, una normativa bipartidista del Congreso norteamericano, de las pocas que sacó el presidente Bill Clinton en conjunto, en la que, bajo la teoría de la corresponsabilidad sobre el narcotráfico, se le donaron a Colombia más de cuatro mil millones de dólares, con otro tanto por parte del fisco nacional, que produjeron la más grande modernización y actualización de las Fuerzas Militares del país desde que, en 1950, lucharán en la guerra de Corea con el Batallón Colombia. El desajuste era, pues, de medio siglo. Para los Estados Unidos, sin embargo, era imposible ayudar militarmente a Colombia si el propósito no era la paz, pues en esa época aún se actuaba bajo el síndrome de Vietnam. Por eso Pastrana siempre habló de la preparación de un Ejército para la paz o para la guerra.
En tres años, la nación pasó de tener siete helicópteros a setenta Huey repotenciados y 14 Black Hawk de última serie, artillados, con la financiación de su gasolina garantizada, aunque aparentemente un hecho menor, sin embargo de la mayor importancia puesto que era sabido que el país no tenía recursos para mantener activos permanentemente los aparatos. Ello, a su vez, era fundamental, tanto en cuanto desde hacía tiempo no había capacidad helicotransportada para que el Ejército respaldara a los policías en los municipios más distantes, donde eran, a razón de cuatro o cinco de ellos, tomados a mansalva por las Farc. De hecho, ello había llevado a pugnas entre ambos organismos, de manera que en varios municipios (no los 300 que se adujeron después) se sacaron a la periferia a objeto de impedir las masacres y se reinstauraron una vez se pudo adecuar la estrategia entre Ejército y Policía, en especial al inicio de la administración Uribe, cuando se pudo hacer uso pleno de los artefactos.
En tanto, desde el gobierno Pastrana se cambiaron buena parte de los conscriptos por soldados profesionales, continuado por Uribe. Igualmente, se implementaron los visores nocturnos a fin de impedir que las guerrillas descansaran de noche y se organizaron y apertrecharon las brigadas de infantería de marina con el objeto de recuperar los ríos. No sólo se comenzó a hacer uso del avión fantasma, sino que se importaron, como parte del Plan Colombia, las bombas inteligentes, claves posteriormente en las bajas de guerrilleros como alias Acacio o los miembros del Secretariado. En general, las Fuerzas Armadas pudieron acrecentar en un 104% su capacidad operacional y quedaron comprometidas las partidas para desembolsar en el siguiente gobierno que resultó el de Uribe. Todavía le llegan a Santos recursos que se suponían temporales, pero es evidente que el país tendrá que adoptar la financiación paulatinamente por su propia cuenta.
Mandato Uribe
Uribe, entretanto, añadió a la estrategia los componentes de lo que bautizó la Seguridad Democrática, con sus batallones de alta montaña, comandos conjuntos, recompensas, cooperantes y bases militares susceptibles de uso por parte de Estados Unidos, hasta producir, entre otros, la reducción y repliegue de las Farc a la periferia, recuperar las carreteras, y disminuir drásticamente los secuestros y los homicidios. Parte sustancial de lo último estuvo en el cambio de foco del proceso de paz hacia los paramilitares, que se aseguraban de defensores del Estado y cuyas tropas se desactivaron parcialmente a raíz de la Ley de Justicia y Paz que aún tiene máximas repercusiones, especialmente en las declaraciones que vienen dando los ex jefes extraditados en el marco de la colaboración de Estados Unidos con la justicia nacional. El caso es que, desde la instauración del Plan Colombia, desde Pastrana a Uribe y de allí a Santos, el país, en algo más de una década, pasó de sembrar, según la ONU, 163,000 hectáreas de hoja de coca a unas 50,000 y de exportar 730 toneladas métricas de cocaína a unas 270. La evidente reducción, con su efecto globo en Perú, Bolivia, Venezuela y Méjico, demuestra que el objetivo de sacar a Colombia del problema paulatinamente se está logrando.
El Caguán
Pero si aquello era el Plan Colombia, Pastrana estaba también decidido a sacar las conversaciones con la guerrilla adelante, una vez así lo había votado el país en lo que se llamó el Mandato por la Paz. Su propuesta, en la candidatura de 1994, era que la única garantía posible para tener éxito era llevar los diálogos a las máximas instancias posibles, es decir, el Presidente de la República y, en el caso de las Farc, su comandante histórico, Marulanda o Tirofijo. La percepción no era gratuita. En los diálogos de Betancur las múltiples instancias creadas habían enredado el tema, sin que Tirofijo estuviera particularmente presente, mientras que en los de Gaviria, siempre en el exterior, su participación fue por terceras voces. Así, entonces, lo volvió a proponer Pastrana en 1998. Inclusive, autorizó que un delegado suyo se entrevistara con las Farc, a través del mismo Tirofijo, imágenes que estremecieron a la opinión pública y algunos aseguran que fue lo que le dio el triunfo por su sintonía con el Mandato por la Paz, aparte fundamentalmente de que parecía insostenible un sucesor del gobierno del proceso 8.000.
El hecho fue que el proceso del Caguán partió de la bilateralidad y el efecto irreversible que ello suponía. Después se vino a saber que si ello había tenido efectos en la opinión pública, más los tuvo al interior de sectores de las Farc, que en franco ascenso durante Samper no veían el motivo de sentarse a negociar. Lo cierto es que el proceso pareció arrancar con fracciones poco proclives a la materia. Y no es descartable que se hubiera mantenido la división durante todo el trayecto.
En medio surgió la zona de distensión, autorizada por una ley del entonces ministro de defensa de Samper, Gilberto Echeverri. Ello venía dado informalmente desde las conversaciones de Gaviria, cuando el gobierno propuso, a efectos de un cese de fuegos verificable, la creación de 60 zonas de concentración, para localizar los frentes de las Farc, con un margen de 30 kilómetros a la redonda y un colchón adicional de seguridad entre dos municipios distantes en varios Departamentos. Todo ello era producto de que durante las conversaciones con Betancur el cese de fuegos, sin límites y lugares precisos, se había vuelto inverificable. Las Farc, en Caracas, contestaron pidiendo 92 lugares, lo que terminó por hacer inviable la propuesta, teniendo por lo demás el cese de fuegos de primer punto inamovible en la agenda. Cuando los diálogos pasaron a Tlaxcala, Méjico, y Gaviria autorizó a pasar a otros puntos de la agenda, ya era un hecho que el cese de fuegos se había vuelto inconseguible y en adelante las conversaciones parecían condenadas al fracaso, como ocurrió. En el Caguán, se optó por no iniciar con el cese de fuegos, pero paulatinamente se demostró que ello era imposible, menos con unas Farc dedicadas a enervar con el terrorismo cual margen de negociación, hasta exacerbar por completo a la opinión pública. Si bien se concertó una agenda, un poco al estilo del proceso de Betancur, posiblemente hacia el futuro, si es que algún existen márgenes para un diálogo, lo ideal sería que la guerrilla, en cinco o diez puntos, dijera que es lo que quiere, como sostenía Alvaro Gómez, y de ello se podrían entresacar los ítems hasta donde está dispuesto a llegar el Estado y la sociedad. Sólo en una ocasión, en las épocas de Gaviria, las Farc enviaron una carta al presidente del Congreso con diez temas puntuales de negociación efectiva. Al recomponer en el Caguán el proceso hacia el tema de cese de fuegos, entendido que negociar la agenda era imposible en medio de las descargas de terror, quedó al final el Pacto de San Francisco de la Sombra, según el cual no se pasaría a ella hasta no lograrlo y así quedó consignado después con plena claridad en la llamada Comisión de Notables.
Cuando se comenzaba a desarrollar efectivamente el tema, luego del declive en que venía el proceso desde el asesinato de Consuelo Araujo y las múltiples suspensiones de las Farc por supuestos vuelos militares sobre la zona de distensión, secuestraron el avión donde sometieron al senador Jorge Eduardo Gechem. Fue el detonante y lo que rebosó la copa después de tantos altibajos, lo que demuestra que en Colombia ningún proceso de paz con una guerrilla establecida es viable si no se comienza con el cese de fuegos o en principio se trabaja, antes que cualquier cosa, en esa dirección. Lo que no significa, por supuesto, que éste necesariamente deba ser bilateral, sino que podría comenzar con la suspensión de las acciones ofensivas por parte de la subversión. Es, entre otras, tal vez la principal lección del Caguán. La más importante, sin duda.