En la majestuosa Bogotá, que ayer cumplió 484 años y que ya está a cortas dos décadas de llegar al medio milenio, la gente de otrora, nuestros antepasados e incluso sus antepasados, fueron consolidando una forma de hablar muy particular que, con el paso de los años, de las décadas y de los siglos, se degeneró en nuevos usos, desusos y hasta abusos del castellano que se habla hoy.
En homenaje a la indescriptible capital que acaba de cumplir años, EL NUEVO SIGLO exploró, de la mano del escritor Andres Ospina, cómo se ha transformado el lenguaje, ese organismo vivo que se va produciendo por sí solo, de quienes habitan estas tierras.
Al ser una ciudad multicultural y pluriétnica, conocida por recibir y acoger a colombianos provenientes de todos los rincones de nuestra vasta geografía; a migrantes de un país hermano, de una isla del Caribe o de una nación de Europa Central que se encuentra en guerra, la diversidad de Bogotá condenó al cajón del olvido, o de lo políticamente incorrecto, a muchas expresiones que en épocas de nuestros abuelos eran parte del paisaje.
Sin duda aún se escuchan expresiones como “ala” sumado a “mi chato” o “mi chatica” (muletilla que aún se asocia con visos de cordialidad o de pretendida arrogancia), sobre todo si se está rodeado de octogenarios que siguen diciéndole “fama” a las carnicerías.
Pero no hay que remitirse tan atrás en el siglo XX para entender estas variaciones. Los cuarentones previos al Transmilenio que hicieron su universidad al final de los años noventa y comienzos de los 2000 identifican plenamente la expresión:
“Si sigue timbrando lo sigo llevando”, empleada por el “busetero” y “cebollero” para desalentar el excesivo uso del timbre de un pasajero cuando el conductor se pasaba la parada requerida.
Esta es una de esas expresiones que ni sus madres ni mucho menos sus abuelas emplearon, pero que hoy las denominados millennials y centennialls no solo no usan, sino que es muy probable que se les tenga que explicar la etimología de la misma.
Estas universitarias sin dudas fueron conquistadas por primera vez, algunos años atrás, por un compañero de pupitre que les “arrastró el ala” (coquetear) pero sin “farolear” (presumir a partir de un hecho falso) porque, “qué boleta” (exhibicionista, barroco y de mal gusto).
No, a una rola centenniall “ni de fundas” (aquello que no se está dispuesto a ejecutar bajo ninguna condición ni circunstancia) se le arrastra el ala. No; a mujeres que hacen uso de expresiones tipo “literal”, “amo”, “o sea”, “estoy a punto de tener un mental breackdown” o “le doy mis órganos”, que es cuando a un personaje famoso no se le puede adorar más, se las levanta a secas.
Así es: muchas expresiones se siguen escuchando pero sin duda están en vía de extinción y muy prontas a desaparecer, y otras se mantendrán como parte de la idiosincrasia “rola”, aunque tendrán que competir con modismos, extranjerismos y anglicismos como “cool”, “check-in”, “followers” y “cash”.
“La forma en la que hablamos ha variado mucho porque Bogotá ha sido sometida a procesos de muchos tipos: políticos, económicos, migratorios y obviamente hay relevos generacionales. El mundo mismo va cambiando, de suerte que la forma en la que hablamos en la capital se ha ido alterando año tras año”, comienza su reflexión el escritor Andrés Ospina y quien se encargó de la investigación, el concepto y los textos de la tercera edición del Bogotálogo 3.0, un diccionario que ejemplifica la forma como se habla en Bogotá, del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural.
Y es que la variación ha sido notoria, así que “para la prueba un botón”: hace décadas el bogotano “pinchado” (de maneras y gustos refinados) se denominaba “petito”. De ahí pasó a ser llamado “filipichín” (caballero esmerado en el vestir y de maneras afectadas y fingidas), expresión que dio lugar a una entrañable composición de Emma Perea de la Cruz, titulada “Los filipichines”.
Luego lo llamaron “cachaco”, posteriormente “coca colo”, más adelante en el tiempo se le denominó “gomelo”, “play”, ahora muchos jóvenes usan la expresión “pupy” y para expresar el estado último de “cachaquez”, también está en el léxico capitalino el engendro mitológico de “pupy play”.
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La migración venezolana
Pero en Bogotá también hay otras variaciones lingüísticas propias de los cambiantes ritmos urbanos de esta y de otras ciudades hispanoparlantes, exacerbadas por las redes sociales y todo el contenido habido y por haber en la palma de la mano.
De ahí que en la capital hayan aterrizado expresiones como “guey”, “qué onda”, “me voy a tomar una chela”, “la está rompiendo” e incluso “parce”, la degeneración del "parceiro" que en portugués significa amigo y que al parecer llegó a Colombia por Medellín en los años ochenta, cuando jóvenes de zonas marginales y sin oportunidades se fueron a trabajar a las cocinas del narcotráfico en la frontera entre Colombia y Brasil.
Y un ingrediente adicional que hace no mucho se adhirió al “melange” de las expresiones que han ido consolidando la forma en la que hablamos los rolos, ha sido el impacto de los migrantes venezolanos que, de acuerdo con Migración Colombia, ya llegan al millón y que han incidido en el uso de “pana”, “vale” y “chamo” en la jerga capitalina.
“Está teniendo un impacto porque es una situación que está aconteciendo día tras día. Ahora, también hay que pensar que muchos términos de los que usamos se parecen. En Venezuela la panela es el ‘papelón’; la bandeja paisa no es muy distinta a un plato que se llama ‘pabellón’. La migración venezolana irá incidiendo y celebro que suceda porque trae consigo otros elementos que son enriquecedores. Venezuela también es un país Caribe con algo de andino y llanero, así que qué bueno que nos podamos hacer fraternos nuevamente a través del lenguaje. Un café suave para ellos es un ‘guayoyo’; 10 mil barras son 10 mil pesos y 10 mil bolívares son 10 mil bolos”, y nada raro sería que con el tiempo se conviertan en expresiones habituales en la capital.
Es que, incluso, como lo comentaba una lingüista venezolana que hizo parte de la ola migratoria, “en las tiendas de barrio de Bogotá los tenderos ya te entienden cuando pides un ‘cambur’ que aquí es banano. Ya saben lo que es porque es algo que pedimos con mucha frecuencia”, indicó a este medio de comunicación.
Así que “ala”, aquella interjección típicamente bogotana que sin lugar a dudas es la marca registrada por excelencia del cachaco de antaño y que curiosamente no tiene ninguna teoría sobre su procedencia, aún ronda por ahí, pero está compitiendo con expresiones antagónicas como “sisas”: afirmación expresa, con distintas variables locales: “cinderella”, “simphonys”, “cilantros”, “simpson”, “sífilis” y “simcard”, entre otras.