Frenar el asesinato de líderes sociales es, hoy por hoy, el mayor reto que tiene el Estado colombiano, incluso por encima de la lucha contra el narcotráfico o acabar las disidencias de las Farc. Y no es para menos, ya que no solo es urgente enfrentar una sangría que ha cobrado la vida de 231 activistas entre enero de 2016 y el pasado 31 de diciembre (aunque ya este año se han producido siete muertes más), sino que el delicado asunto se ha convertido ya en un eje de presión internacional sobre el nuevo gobierno, tal como se desprende del campanazo al respecto dado por el propio secretario general de la ONU, António Guterres, días atrás.
Sin embargo, hay que advertir que no se trata de una misión fácil para el Estado por la complejidad de las circunstancias que rodean los crímenes cometidos. En primer lugar, si bien se habla genéricamente de “líderes sociales” lo cierto es que bajo esa denominación hay un amplio espectro de perfiles con roles distintos: activistas de derechos humanos, líderes comunitarios, integrantes de juntas de acción comunal, voceros de movimientos de reclamantes de tierras robadas a desplazados, promotores de causas de negritudes y movimientos campesinos e indígenas, activistas contra minería ilegal, defensores del medio ambiente, sindicalistas, lideresas de organizaciones de mujeres y víctimas del conflicto armado, entre otros. Incluso se incluyen a quienes propenden por la sustitución de narcocultivos o representan a campesinos cocaleros que se oponen a la destrucción de sus sembradíos por parte de las autoridades.
El informe de la Fiscalía esta semana reveló que el 37% de las víctimas eran miembros de juntas de acción comunal, mientras que líderes comunitarios corresponden al 24%, indígenas 13% y campesinos el 10%; también hay líderes sindicales, políticos, de organizaciones de víctimas, de afrodescendiente y de población LGBT. Por género, 197 víctimas eran hombres, 28 mujeres y seis integrantes de la comunidad LGBT.
Es evidente que se trata de un número muy alto y difuso de perfiles y actividades, algo que se ha constituido en un obstáculo grande a la hora de poder identificar cuáles líderes están en situación de riesgo, en qué veredas o municipios en específico, cuáles son las medidas de seguridad a implementarse y quiénes los posibles factores de agresión contra las potenciales víctimas.
Esa misma amplitud de perfiles de las víctimas es lo que lleva a la segunda gran dificultad para frenar de forma significativa los asesinatos de los “líderes sociales”: no hay un solo grupo victimario ni un ataque sistemático de determinado grupo ilegal contra un determinado perfil de víctima. Por el contrario, lo que hay es múltiples victimarios, de índole regional y local, con un alto porcentaje de delincuencia común más que organizada.
El informe presentado esta semana por la Fiscalía reveló que de los casos que ya fueron esclarecidos en el 35% de los homicidios los responsables son particulares sin vínculos con una organización criminal determinada. El 25% son bandas de delincuencia común, el 10% de los casos el Clan del Golfo, el 9% disidencias de las Farc y el 7% el Eln.
Esas cifras evidencian que, entonces, tampoco hay un índice de impunidad alto, toda vez que en el 54,55% de los casos hay esclarecimiento de los homicidios y aún se encuentran 50 asesinatos en fase de verificación de las Naciones Unidas. Hay 126 investigaciones en curso, con 294 personas vinculadas y 189 personas capturadas o privadas de la libertad.
Incluso, de los 126 homicidios esclarecidos, se identificaron autores intelectuales en 31 de los casos, correspondientes al 24,6%, siendo el ‘Clan del Golfo’ el principal victimario, seguido de la guerrilla del Eln y otras bandas criminales.
Antioquia es el departamento más afectado por crímenes de líderes sociales con el 16% de los casos, seguido por Cauca con el 13%, Norte de Santander con el 11%, Valle del Cauca con el 6% y Nariño con el 5%. El 67% de los casos se registra en zonas rurales y los municipios con el mayor número de asesinatos son Tumaco en Nariño, Cúcuta y Tibú en Norte de Santander, Corinto en Cauca y ciudades capitales como Medellín y Bogotá.
No había alertas
En tercer lugar, es claro que muchas de las víctimas de asesinatos, atentados e intimidaciones no habían pedido protección alguna ni denunciado que estuvieran en riesgo ante las autoridades locales o el sistema nacional de protección a “líderes sociales”.
Una prueba de lo anterior se dio precisamente esta semana, cuando el director de la Unidad Nacional de Protección, Pablo Elías González, reveló que ninguno de los siete líderes asesinados en los primeros 10 días del año había pedido medidas de seguridad a esa entidad.
Es más, según el informe de la Fiscalía de los 86 homicidios ocurridos en 2018, 50 se registraron en 37 municipios donde no se había presentado un asesinato a líderes sociales.
Única vía
Es claro que el gobierno Duque ha puesto en marcha todas las estrategias necesarias para hacer frente a esta problemática de los crímenes contra los líderes sociales. La última de ellas, el “Plan de Acción Oportuna” (PAO), en donde participan múltiples instituciones. Incluso se ha superado el tema del cuello de botella presupuestal que tiempo atrás se alegaba como obstáculo a la hora de definir las medidas de protección a los líderes sociales. Ahora es más ágil y prioritario la asignación de escoltas, chalecos y otros mecanismos de protección.
Sin embargo, es claro que frenar los asesinatos no será nada fácil. Dada la multiplicidad de perfiles de víctimas y victimarios, se requeriría de una presencia estatal superlativa a lo largo y ancho del territorio, sobre todo en las zonas más periféricas y aisladas, que son precisamente en donde los grupos de delincuencia común y organizada están imponiéndose a sangre y fuego. Sin embargo, lograr esa cobertura es complicado y demorado.