Sudan y jadean, pero peor que el agobio es el miedo. Necesitan trabajar, abastecerse, huir de la asfixiante crisis en Venezuela. Y por eso arriesgan su vida cruzando las "trochas" que conectan con Colombia, donde pueden quedar a merced de los temidos "colectivos".
Rosa Gutiérrez y su esposo caminan rápido y sin mirar atrás por estos pasos irregulares. Necesito "regresar porque tengo a mi hija en Venezuela", explica a AFP esta ingeniera civil de 38 años, agitada por la premura y el sol sin tregua de la ciudad colombiana de Cúcuta.
Cruzaron el jueves a Colombia para asistir a un multitudinario concierto para recaudar fondos por el país petrolero, pero no contaban con que el mandatario Nicolás Maduro cerraría los pasos fronterizos que conectan con el departamento colombiano de Norte de Santander.
Al otro lado del río, reducido a un hilo de agua por el intenso verano, los espera su hija de dos años, que estos cinco días fue cuidada por familiares. Por el camino se alarga la sombra de los temidos "colectivos".
Defensores del chavismo, estas bandas armadas ofician como grupos de choque durante disturbios con opositores. Ahora se les ve, encapuchados y con pistolas en mano, merodeando el lado venezolano de la frontera con Colombia.
Por acá "no es seguro", remata Rosa antes de que su esposo le pida apurar el paso. Antes de adentrarse, lamenta la situación "demasiado triste" que vive su país y que la obliga a moverse como una fugitiva.
Temblar del susto
Los "colectivos" estuvieron detrás del frustrado ingreso el sábado de la ayuda solicitada por el opositor Juan Guaidó, reconocido por 50 naciones como presidente interino de Venezuela.
Detrás de las fuerzas estatales que enfrentaban a los manifestantes que exigían el ingreso de la asistencia, ellos lanzaban piedras o gases, y algunos fueron vistos disparando hacia el lado colombiano.
Guaidó ordenó el repliegue de su gente y de los camiones que transportaban los enseres básicos donados por Estados Unidos y sus aliados.
Los heridos se contaron por cientos. Bogotá ordenó el cierre hasta la noche de este martes de los cuatro puentes del Norte de Santander para evaluar daños. Las acciones de estos colectivos ratificaron su temible fama en Cúcuta, donde dicen que caer en sus manos puede ser sentencia de muerte.
"Estoy bastante nerviosa, me dan muchos nervios porque no conozco la gente que está acá, pero igual si no voy (...) me quedo sin trabajo", señala Alice Reyes con la voz temblorosa.
Ya había pisado Colombia pero aún tenía tembleque. "¿Falta mucho?", pregunta, dudando de si ya está en zona segura. Es la primera vez que esta madre de tres hijos tiene que cruzar irregularmente para atender su trabajo como profesora en Cúcuta. Va tarde y ajusta unos 40 minutos de trayecto, pero está a salvo.
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"Ningún control"
El accionar de estas bandas ya es conocido fuera de Venezuela. La jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, denunció el domingo al gobierno chavista por usar "grupos armados" para intimidar a civiles.
En los últimos tres días mencionarlos en los puentes fronterizos es sinónimo de terror.
Circulan rumores de militares o policías que querían desertar y huir a Colombia, pero fueron atrapados por ellos en el camino. En ocasiones se escucha a la multitud apoyando a un desconocido que está cruzando los límites. Si lo logra hay jolgorio, si lo interceptan los encapuchados, miradas largas.
Y es frecuente que un residente en Venezuela que llega a Colombia se niegue a dejarse filmar el rostro ante el temor de que los "colectivos" tomen represalias contra ellos o sus familias.
"Son particulares que están armados y que andan allá sin ningún control", dijo a la AFP una fuente policial de Colombia. Hasta el momento no han chocado con autoridades colombianas y no hay reportes de que hayan pisado Colombia, señala.
En Cúcuta hay treinta "trochas", según la policía. Pero la porosidad dificulta el control total de la frontera, donde operan narcos y contrabandistas.
Por el camino de polvo, piedras y barro, camina lentamente Margarita Rueda. Es la primera vez en 71 años que pasa por una vía irregular, pero la necesidad de conseguir una medicina para dormir, que hace tres años no hay en la desabastecida Venezuela, la obligó a tomar esta ruta.
"Uno tiene que dejar el miedo", afirma, aferrada a su fe. Ella y su hija no tuvieron incidentes.
José Guerra también dice no haber visto nada. El silencio forma parte del código de terror.
Él y las seis mujeres con las que viaja, entre ellas su mamá y abuela, se sumaron el lunes a los 1,1 millones de migrantes venezolanos que han huido a Colombia por la crisis.
"La idea es producir y trabajar", dice este tatuador de 24 años.