Melquiades nació en Sincé | El Nuevo Siglo
Sábado, 25 de Abril de 2015

 

 

 

 

“En Cien Años de Soledad, la historia se convierte en mito, y éste, a su vez, se convierte, en literatura, en ficción total”                                                                Lucila Inés Mena, La Función de la Historia en Cien Años de Soledad

 

“No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la Realidad”.  “El olor de la guayaba

 

Por Carlos Martínez Simahan

Especial para EL NUEVO SIGLO

La prueba reina de la presencia de Sincé en la obra de García Márquez, es Melquiades, la figura central de la estructura mítica de “Cien Años de Soledad”,  quien nació y murió en Sincé.  La investigación sobre el tema es el principal aporte del profesor Elmer de la Ossa a la construcción de la ruta García-marquiana de las Sabanas.

Al elaborado documento me he permitido agregarle mis propias evocaciones:

Esta historia comienza el 10 de diciembre de 1864, en Sincé, con el nacimiento de un niño a quien bautizaron con el nombre de Melquiades Díaz Ortega. Se fue muy joven hacia regiones ignotas y regresó hecho un hombre, con un baúl de misterios y contando que los hombres se comunicaban a distancia. Caminaba bajo la lluvia sin mojarse y apartaba los relámpagos con un gesto de la mano. Había aprendido de los druidas la cosmovisión de los Celtas. Recorría la región entre las Sabanas  y el San Jorge y concitaba, por donde pasaba, multitudes que querían oírle las fantasías de lo desconocido.

El baúl, de un negro amenazante, contenía todos los libros de la hechicería y de la milenaria sabiduría de los magos de la Edad Media. Para alejar los demonios allí escondidos, los creyentes le colocaban cruces, estampas de santos, novenas, páginas de la Biblia, Suras del Corán. Todo desaparecía como por encanto. Melquiades cada día alimentaba el baúl con una docena de huevos que ponía en la tapa en la mañana y que eran absorbidos hora tras hora. - Hacía gala de una fuerza descomunal y de una capacidad de trabajo inagotable.  En pocos días construía aljibes que aún perduran, como el de la Casa Romerana que cumplió 98 años y sigue intacto. –

En cierta ocasión la familia De la Ossa Jaraba lo contrató para “desmontar” una finca.  Pidió comida para veinte hombres. Denme esa comida y que nadie se acerque a la finca mientras trabajo, exigió. Un curioso se asomó al laboreo y se encontró con el espectáculo de cientos de micos limpiando la finca en estridente algarabía. Al notar la presencia extraña, se arremolinaron y con gritos, revueltas y ojos desorbitados, hicieron huir al intruso. Melquiades llegó protestando porque “un necio había dañado su trabajo”.  El temblor del cuerpo delató al fisgón.  Era, por cierto, el futuro padre del profesor Elmer De La Ossa, quien divulgó la aventura entre los suyos.

Melquiades, sigiloso caminante de las distintas realidades del tiempo, regresó a Sincé el día que murió su hermano de crianza, Prudencio Díaz. La sobrina llorosa e intrigada le preguntó, ¿Cómo supiste la muerte de papá? “Estaba en La Villa de Tacasuan, contestó, lo evoqué entre los vivos y no estaba.  Entonces, lo busqué entre los muertos y allí lo encontré”.

Melquiades, con sus sortilegios y poderes sobrenaturales, hacía pagar las deudas de los morosos; pregonó, desde entonces las virtudes del viagra y preparaba la fórmula anhelada de la resurrección.  Repelía a los lagartos, quienes se retiraban dando vueltas sin control. No era bobo, también adivinaba las malas intenciones para defenderse de las asechanzas de los hombres.

“Me llaman del infierno”

Adolfo Palencia Díaz, su sobrino y ayudante, cuenta que en plena faena de cambiar los horcones de la casa de una hermana de Gabriel Eligio García, de repente se paralizó… no podía mover el pie izquierdo de un rincón que resplandecía. Asustado exclamó: “me llaman del infierno”. Y, a su voz y para su estupor, vio como salían múcuras y múcuras llenas de morrocotas de oro. Lloró a gritos, “porque ese metal era su enemigo”. Trató en vano de transformarlo  con sus conocimientos de alquimia. Frustrado, navegó por los océanos del pasado y en una cueva ignota del mar de las Galias dejó el tesoro en las manos del Abate Farías. Regresó a Sincé y le entregó a la dueña de la casa, en presencia de Gloria Gamarra Escudero y Carmen Vergara Merlano, una morrocota con la advertencia: ella se multiplicará sola. Ese fue el origen del tesoro de la tía Lety, como lo denomina el profesor De la Ossa.   

El 24 de octubre de 1970, Melquiades le dijo adiós a la vida. Su muerte que fue un pandemonium. La cuento como se la oí contar  a Homero Zolá, el fabulador legendario de Sincé: Sufrió una larga, muy larga agonía. Utilizó todos sus secretos para morir en paz, pero no lograba abrir las puertas del tártaro. Buscaba en un libro, que aún no se había escrito, las claves de su muerte. Mientras parecía que moría se le aplicaron 106 veces los santos óleos, uno por cada año de vida. Al instante regresaba, como en una alegoría de sus incesantes idas y venidas. Todo el pueblo recurrió a rezos y conjuros: lo persignaban con la izquierda, se convocó a las ánimas del purgatorio, lo acostaron boca abajo sobre tierra del cementerio, le aplicaron limones en cruces en los ojos, las lloronas clamaban a los cielos y a los infiernos, en fin, se agotaron todos los recursos del ocultismo. Murió cuando Félix Balbim, conocido aprendiz de brujo,  le extrajo de  sus brazos los “niños en cruz”. Entonces, se empezaron a escuchar voces de miedo. Y entre clamores insólitos y sonidos de flautas fueron llegando, para acompañarlo al último viaje: magos del oriente, sacerdotes celtas, brujas de Salem, nigromantes de Singapur, embaucadores de Inglaterra, adivinos de Bizancio, hechiceros de la Mojana, judíos de Ámsterdam, gitanos de Hungría, heraldos de Viracocha. Llegaron, también, los argonautas de Itaca, que andaban a la búsqueda de la odisea de América Latina. A las 12 de la noche llegó un tren amarillo, procedente del reino extinguido de Macondo, con el espectro de Prudencio Aguilar quien traía un pergamino lacrado del que pendía un pescadito de oro. El párroco Gabriel Garrido prohibió que rompieran el sello y lo puso en el sepulcro de Melquiades. Se ha evitado un cataclismo bíblico, exclamó un alumno de Nostradamus.

Con Gabo

Ya no sabemos si son ciertos nuestros recuerdos o los recreamos en la fantasía. Pero, en las nubes de mi memoria hay una tarde parrandera, después de los toros de todos los septiembres, en la que apareció Homero Zolá, al anca del burro aguatero de Chico, quien ya había cumplido con el mandato de la Virgen del Socorro de despertar y de acostar el sol todos los días. Homero, saludó a José Gabriel Espinosa, el mejor trompetista de la banda  y a mí, y nos confesó, ceremonioso, en voz baja, que cuando le contó a Gabito y a Luis Enrique las proezas de Melquiades, las guitarras saltaron de las manos y sonaron como notas de músicas extrañas. Y, Gabito, con cara de asombro, lo conminó: ¡cada día nos tienes que narrar un cuento como ese!… Y… así sucedió, a lo Scherezada, en la alfombra verde de la plaza de Sincé.