Por Diego Julián Cediel Nova*
LAS causas políticas, por lo general, guardan una profunda coincidencia con los retos políticos de las sociedades que las incuban. Y, por lo general, esas causas políticas precisan de liderazgos personales y partidistas que asimilen la magnitud de esos retos históricos y puedan transformarlos en soluciones realistas y alcanzables. Claro, ese es el ideal, no todas las causas tienen los apoyos ni las figuras que se merecen.
La Primera y Segunda Guerra Mundial definieron los liderazgos políticos con perfiles militares y patrióticos. Los vencedores de las confrontaciones bélicas que modelaron la geopolítica mundial tenían, en su arsenal de virtudes, el mérito de conjugar los propósitos políticos con los intereses militares e históricos de sus naciones. Desde Woodrow Wilson, pasando por Georges Clemenceau hasta llegar a Wiston Churchill y Roosvelt, se ha mostrado que los retos de la coyuntura política pueden resolverse con los recursos propios de los dirigentes. Prudencia y deber, cuando se conjugan, sirven de principios rectores para encontrar las salidas más acertadas ante esas abrumadoras realidades.
Cabe decir que no solo los liderazgos laicos moldean las personalidades políticas de las naciones. Los clérigos han sido también catalizadores de profundos cambios y renombradas revoluciones a lo largo del globo y de la historia. Tan hondas son las huellas de los religiosos en los cambios políticos que desligar poder religioso y poder político, en ciertas ocasiones, ha sido un ejercicio vano.
Los fervores políticos tienen mucho de religioso y, viceversa. Aunque muchos intelectuales, de alto vuelo académico, se obstinen en negar semejante fenómeno antiquísimo. Aunque desde Roma, Teherán, Constantinopla y Wittenberg puedan dar fe de ello.
Desde su elección, el papa Francisco despertó el interés, no sólo de los católicos, sino del mundo diplomático que ve en Roma un polo del poder contemporáneo. Múltiples factores justificaban dicho interés. Ser el sucesor de uno de los referentes intelectuales más destacados del cristianismo, ser el primer papa suramericano, ser argentino, ser jesuita y ser el portador de un ánimo reformador de la iglesia romana le justificaban el foco de las cámaras periodísticas y de los gobiernos.
Algunos sectores radicales de la Iglesia lo perfilan bien como el revolucionario jesuita que ‘salvará’ a la iglesia de los desafíos de los ‘tiempos modernos’ o como el defensor de la teología de la liberación camuflado de jesuita. Pero, ante semejante disparidad de estas valoraciones, pareciera que se acercan más a la caricaturización del mensaje de Francisco, que una evaluación mesurada y equilibrada de sus propuestas doctrinales, políticas y económicas.
Los pocos afilian a Francisco como al esquema ideológico de una catequesis económica y no religiosa. El llamado a la humildad, a la pobreza y a la racionalización económico-ambiental que hace desde Roma, le suena a unos pocos a comunismo agazapado en una sotana. Pero al rasparse, esa crítica no tiene asidero. Si se revisan esas expresiones, propias de un sacerdote católico, coinciden más con el mensaje básico del franciscanismo de su nombre que de la izquierda griega, española, argentina o venezolana.
Criticar los escasos esfuerzos humanos por eliminar la pobreza puede ser hasta un anhelo del más frío neoliberalismo. Porque si de desvalidos se habla, el cristianismo tiene más autoridad que cualquier mesías europeo secular financiado por algún gobierno autoritario tropical. El papa Francisco no es un ideólogo ni un ecologista obsesivo. Por el momento, no se ha afiliado a algún esquema político con un claro perfil electoral, y parece que lejos de ello está.
Su retórica es bíblica, no partidista. La sostenibilidad entre producción y consumo tiene consonancia con el legado de Francisco de Asís. Cuando hace un llamado a asimilar las lógicas de la naturaleza con los ritmos de la producción y el consumo no se agremia a una versión militante del ambientalismo radical. Solo es coherente con la armonía entre los animales, la naturaleza y el hombre, que tanto gustaba al mercader de Asís.
Su carisma también le representa incomprensiones. Su cercanía con sectores católicos y no católicos que se sentían ‘excluidos’ de la escena cristiana han celebrado, por fin, un apoyo jamás registrado en un papa. Eso no es tan preciso. La apertura de puentes con distintas creencias se profundizó con Benedicto XVI. El discurso de Ratisbona ha sido mal interpretado, pero es un puente que se tiende con los musulmanes, los judíos, los ateos, los ortodoxos, etc. Y, Francisco continúa esa actitud de entendimiento con las nuevas ciudadanías sexuales minoritarias. Pero todo ello se debe a una cuestión de estilo, de personalidad. No de reaccionarismo versus progresismo.
Esa pelea es un más postulado mediático que vende tabloides pero no llega a conclusiones acertadas sobre el papel del papado en el esquema político internacional contemporáneo. Y, que cuando se utiliza ese carisma para los propósitos que la iglesia prefiere, acerca a naciones rivales desde la Guerra Fría. No por ser carismático y amigo del mensaje franciscano es un comunista infiltrado.
Sin embargo, las críticas arrecian. Porque cuando alguien se sienta en San Pedro, no solo levanta enemigos por doquier. Y, muchos de ellos tienen chequeras abultadas y afinados esquemas de combate mediático que buscan aminorar ese liderazgo justificado desde el inicio de la humanidad. Quizá el único desliz de Bergoglio es que su carisma le ha llevado a cometer imprudencias. Como la de ponerle números a la cantidad de hijos en una tertulia durante un vuelo. Pero eso se resuelve con un manejo de las comunicaciones digno de la Curia Vaticana, no con la caricaturización de la labor papal.
*Profesor Universidad de La Sabana.