Domingo, 16 de Octubre de 2011
Limitar la evaluación del paro de las universidades públicas al sólo tema de los disturbios aislados es superficial. Hay causas objetivas más de fondo en donde, a diferencia de lo que pasa en Europa y Estados Unidos, la génesis no es culpar al Estado por la crisis sino pedirle más equilibrio en una época de vacas gordas. Análisis.
Hay tres formas de analizar lo que pasó esta semana con las protestas de los estudiantes universitarios en todo el país.
Una, sin duda la más facilista y superficial, es centrarse exclusivamente en los desórdenes y desmanes que se produjeron de forma alterna a las marchas de miles de jóvenes estudiantes de más de una treintena de claustros de educación pública superior.
Sin embargo está termina siendo una visión corta, pues si bien es cierto que en modo alguno se puede cohonestar con el vandalismo, saqueos, ataques a la Fuerza Pública y el temor generalizado entre la población que se vio afectada directamente por los desórdenes o quienes vieron las imágenes respectivas, no se puede reducir la protesta a estos hechos que, como se dijo, fueron alternos e incluso aislados frente a la forma pacífica en que las marchas se realizaron en 23 ciudades.
Y es que no deja de sorprender que la visión mediática y política sobre los paros laborales y las protestas estudiantiles esté siendo ‘encasillada’ estrictamente bajo la lupa de si hubo o no desorden público. Resulta muy paradójico que se diga en muchos sectores que en determinada jornada de protestas “no pasó nada”, teniendo como único elemento de juicio el hecho de que no se presentaron desórdenes.
Es claro que lo ocurrido el jueves pasado, sobre todo la muerte de un joven en Cali al parecer porque le explotaron unas “papas bomba” que llevaba escondidas, o los desórdenes en Bogotá, Popayán y otras ciudades, a los que más perjudican es a los propios estudiantes y los demás sectores que convocaron la protesta para exigir el retiro del proyecto de ley que el Gobierno presentó para reformar la Educación Superior.
Por lo mismo resultan demasiado arriesgados los diagnósticos que tratan de poner en el mismo plano a los más de treinta mil estudiantes que marcharon esta semana, con no más de uno o dos centenares de inadaptados, o incluso infiltrados, que finalmente fueron quienes terminaron protagonizando los desórdenes y daños.
¿Acaso los 30 mil jóvenes universitarios participaron de los actos vandálicos? Si hubiera sido así, hoy el país estaría lamentando una tragedia de grandes proporciones. Afortunadamente no ocurrió nada parecido, e incluso en algunos casos los desmanes se presentaron cuando las marchas ya se habían disuelto en completa paz.
No hay que olvidar que fue el propio presidente Juan Manuel Santos quien hace escasas tres semanas denunció que las movilizaciones sindicales y otras protestas ciudadanas estaban siendo infiltradas por la guerrilla, con el objetivo de crear caos en las ciudades.
Pulso
Una segunda forma de analizar la protesta de los jóvenes esta semana es circunscribirla a si tenían o no razón al paralizar las clases y lanzarse a las calles para oponerse al proyecto de reforma educativa.
Al decir del Gobierno y varios congresistas, la mayoría de los alumnos y profesores que se movilizaron estaban desinformados, pues el artículo que planteaba la posibilidad de que el sector privado pudiera invertir recursos en universidades públicas fue retirado antes de que la iniciativa de reforma fuera radicada en el Parlamento.
Por igual, la ministra de Educación María Fernanda Campo insiste en que las bondades del proyecto son inapelables, toda vez que contempla aumentar en 11 billones de pesos el presupuesto de las universidades oficiales en la próxima década y generar 600 mil nuevos cupos para jóvenes de bajos y medianos recursos, crear una estructura de créditos y subsidios para alumnos -incluso eximiendo de pagos por excelencia académica-, todo ello con el fin de llevar la cobertura de educación superior de 37 a 50 por ciento.
Igual se argumenta desde el Ejecutivo que la reforma aumentará la calidad educativa de forma muy sustancial, cualificará el perfil profesional de los estudiantes de pregrado, postgrado y doctorado para ponerlo a tono con los estándares internacionales y las necesidades del mercado laboral moderno y, por último, encauzará millonarios recursos por cuenta del 10 por ciento del monto de las regalías que fue destinado a la locomotora de la investigación y la innovación.
Por todo lo anterior, no fueron pocos los ministros y autoridades que advirtieron que la protesta no tenía motivación y que, incluso, los estudiantes estaban siendo manipulados por sectores sindicales, nichos burocráticos, grupos de poder y redes de corrupción que están enquistados en las universidades públicas y que no quieren perder el manejo de millonarios presupuestos así como costosas gabelas laborales y administrativas.
¿Tienen razón? Es cierto que el artículo sobre el ánimo de lucro en las universidades públicas fue retirado. Y también que hay corrillos burocráticos, sindicales y hasta focos de corrupción en estos claustros de educación superior pública.
Pero pensar que están siendo manipulados los líderes estudiantes que esta semana hablaron ante los medios de comunicación y pusieron sobre la mesa un sinnúmero de peros y reservas al texto de la reforma radicada en el Congreso, resulta arriesgado.
No se está hablando aquí con menores de edad ni con organizaciones estudiantiles de poca monta y reconocimiento. Asimismo las reservas sobre los alcances de la reforma y un posible peligro para la autonomía universitaria no sólo las expone el estudiantado sino también algunos rectores y voceros de la academia que critican aspectos de forma y fondo.
Es evidente, entonces, que el estudiantado tiene grandes reservas, fundadas o no, frente al proyecto. Si bien el Gobierno quedaría muy debilitado si retira el proyecto por la presión de las protestas, también debe abrir ventanas de diálogos no sólo con los líderes de las movilizaciones sino con toda la comunidad educativa y la misma opinión pública para explicar mejor las bondades de la iniciativa o, si es del caso, aplicar los correctivos a que haya lugar.
Descalificar la protesta estudiantil por el tema de los desórdenes o bajo la excusa de que no se comprendió que el artículo más polémico de la reforma se retiró, termina siendo un error. El vicepresidente Angelino Garzón tiene la razón cuando propone que antes de profundizar la confrontación la Ministra se siente a una mesa con los líderes de las marchas, la academia, los rectores y hagan un nuevo ejercicio de concertación.
Sí, nadie lo niega, durante el primer semestre el Ejecutivo socializó el proyecto en todo el país; no obstante, al estudiantado y a la academia aún le genera dudas y reservas. Por lo mismo, es urgente abordar discusiones, así sea en el marco del Congreso, para despejar las prevenciones y tramitar una modificación, no necesariamente producto del consenso, pero sí analizada ampliamente con todos los actores del sistema.
¿“Indignados”?
Pero existe una tercera forma de analizar y entender lo que pasó esta semana. Se trata de una óptica de la que poco a poco se ha ido hablando en Colombia en los últimos meses a medida que se hace más evidente que existe un clima de insatisfacción entre algunos sectores sociales, laborales, políticos, institucionales, regionales y de otra índole.
Para hacer más directo este debate lo mejor es partir de un interrogante que no en pocas naciones se están formulando cada vez que hay movilizaciones y protestas de jóvenes: ¿Se está generando en Colombia un fenómeno al estilo de los “indignados” que surgió en Europa y se ha extendido a otras latitudes, incluso a los propios Estados Unidos?
Obviamente lo primero que debe establecerse es qué se entiende por “indignados”. El movimiento, como tal, comenzó en España meses atrás, cuando centenares de jóvenes se lanzaron a las calles para protestar por el grave impacto que la crisis financiera y económica estaba teniendo en toda la población, pero especialmente entre quienes aún no llegan a la adultez.
La “indignación” no es contra un partido o líder en particular sino contra todo un sistema político, económico, social e institucional, y su dirigencia de turno, que no es capaz de afrontar la crisis y, por el contrario, la única alternativa que encuentra para frenar los déficit fiscales no es otra que el despido de miles de empleados públicos, el recorte de subsidios en salud y educación así como apoyos estatales en otros rubros, el freno a las subvenciones a los más pobres y otro tipo de ajustes laborales, pensionales y tributarios que tocan directa o indirectamente el bolsillo de todos.
Los “indignados”, como lo describiera un filósofo español, no es más que un grito de la juventud a sus mayores y dirigentes exigiéndoles que “hagan algo” para que la crisis no siga arrasando sus sueños de progreso y un mejor futuro.
Paradójicamente no son las personas más pobres y aisladas las que se convierten en los motores de estas movilizaciones, sino que los impulsores principales provienen de las clases medias, precisamente porque allí es en donde más duro ha golpeado la crisis económica de los últimos años, ya sea porque los padres se quedan sin trabajo, restringen gastos y calidad de vida o aunque se esfuerzan por dar estudio a sus hijos éstos luego no consiguen en qué emplearse de manera rentable.
¿Por qué se extendió tan fácilmente de España a Francia, Londres y otras capitales de la Unión Europea? Los analistas sostienen que una de las desventajas de los bloques multinacionales integrados es que los problemas que aquejan a un país miembro tocan al resto.
Las estadísticas de la Unión Europea indican que uno de cada cinco jóvenes se halla sin empleo. Al comienzo esta situación encontró una especie de desfogue en actitudes de grupos extremistas y radicales contra los migrantes, bajo la tesis de que eran los extranjeros los que estaban quitándoles posibilidades de empleos. Luego, al profundizarse la crisis y afectar también a los trabajadores no comunitarios, entonces la “indignación” se prendió como una mecha por todo el continente.
Así, de las marchas y plantones en España el 15 de mayo, pronto se pasó a las protestas por el ajuste pensional y reforma laboral en Francia, las marchas multitudinarias en Grecia y los disturbios graves que se presentaron en agosto pasado en Londres y otras ciudades inglesas que fueron escenarios de varios días de furia (mucho más graves que los ocurridos esta semana en Colombia), en su mayoría protagonizados por jóvenes.
Ese es un elemento diferenciador clave: las marchas y protestas no concitan a los sindicatos ni están matriculadas con determinada tendencia política o partidista. Es una especie de muestra masiva de insatisfacción y desazón tan espontánea como difícil de manipular o dirigir.
No hay entre ellos distintos movimientos de “indignados” en cada país una conexión en particular más allá de protestar por la incapacidad dirigencial para aliviar la crisis. Las protestas de los últimos días en Nueva York, en donde miles de personas, en su mayoría jóvenes, se concentraron en los alrededores de Wall Street, al considerar que fue el mercado bursátil y financiero el causante de la crisis económica estadounidense y global.
Es más, ya se habla de una especie de mutación de los “indignados”, que se caracterizan por marchar e instalarse algunas semanas en plazas, por el de la “ocuppy”, es decir la ocupación por más largo tiempo de plazas y parques con el objetivo de presionar cambios y medidas del gobierno o las autoridades. Por ejemplo, ayer, sábado 15, se llevó a cabo una convocatoria para una jornada mundial de “indignados” que implicó más de 700 movilizaciones en 71 países.
Hay quienes ven algún tipo de similitud entre este fenómeno y la llamada “primavera árabe”. Sin embargo, la primera es una reacción dentro del sistema, para criticarlo y pedirle las correcciones del caso, mientras que en el segundo caso hubo una sublevación popular contra el sistema político imperante en varios países del norte africano que, disfrazados de democracias, escondían verdaderos regímenes dictatoriales.
¿Entonces?
Explicado ya lo que son los “indignados”, entonces debe volverse a poner sobre la mesa el interrogante de si las movilizaciones de los estudiantes en Colombia se pueden catalogar dentro de este fenómeno.
Frente a la pregunta hay dos hipótesis. Una primera sostiene que es muy difícil establecer algún tipo de comparación entre lo que está pasando en la Unión Europea y Estados Unidos, pues allí la crisis económica y financiera ha golpeado duramente a la población joven. Lo que ocurre en Colombia es distinto porque, básica y prioritariamente, lo que se registra es una reacción de los estudiantes universitarios a una reforma que consideran entre agresiva e insuficiente.
En realidad no hay país en donde el gobierno de turno proponga una reforma al sistema educativo en donde los jóvenes no se lancen a las calles para expresar su oposición o hacer exigencias.
Así ocurrió recientemente en Chile; allí el gobierno del presidente Piñera propuso una reingeniería de fondo a todo el sistema y de inmediato docentes, sindicatos y estudiantes de claustros públicos y privados se lanzaron a las calles para oponerse a la reforma.
La cuestión pasó a mayores cuando las movilizaciones desembocaron en desórdenes y revueltas en Santiago y otras ciudades, generando caos en todo el país e incluso acciones de fuerza de las autoridades, en medio de las cuales murió un menor de edad, hecho que generó indignación nacional y obligó al Gobierno a bajarle el tono a la situación y abrir más ventanas de diálogo con los manifestantes, obviamente sin echar para atrás la reforma. Paradójicamente, el clima de protesta social derrumbó en cuestión de dos semanas los altos índices de aprobación de Piñera, cuya popularidad cayó por debajo de 40 por ciento.
Raíces profundas
Y hay quienes manejan otra hipótesis. Su visión se basa en que las marchas estudiantiles, que se producen una semana después de una jornada de paro convocada por trabajadores estatales, son una muestra evidente de que el clima social en Colombia está empezando a deteriorarse.
Se trata de unos focos de insatisfacción que no necesariamente quieren castigar o culpar al gobierno de turno, cuya popularidad sigue por encima de 70 por ciento, sino presionar una solución más rápida a sus necesidades particulares.
“… Mire, el problema de los indignados en Europa es más el de una protesta masiva por la incapacidad de sus gobiernos para enfrentar la crisis económica que está afectando a todos sus habitantes, mientras que en Colombia lo que hay son protestas de algunos sectores que consideran que el progreso y el buen desempeño económico no les está tocando a ellos... Los estudiantes piden que el Estado dé gratuitamente la educación a los universitarios, los estatales exigen mayores sueldos y estabilidad, los trabajadores petroleros sueldos más altos dado el boom en el sector de crudo, los habitantes de los pueblos afectados por el invierno no piden un poco de recursos sino que les giren igual que a otros municipios damnificados, los gobernadores y alcaldes piden más recursos porque el Estado está recibiendo más regalías… Esa es la gran diferencia, aquí la indignación es porque la época de vacas gordas no se está repartiendo equitativamente, mientras que en Europa es porque la dirigencia no es capaz de sacarlos de la época de las vacas flacas”, precisó un ex alto funcionario gubernamental consultado por EL NUEVO SIGLO, pero que habló a condición de mantener en reserva su nombre.
En ese orden de ideas, el problema de las movilizaciones y la protesta social en Colombia tiene implicaciones más profundas. No se puede considerar gratuitamente que los fenómenos que afectan a Europa o a Estados Unidos puedan tener coletazos o movimientos de imitación en nuestro país.
El peor error en que pueden caer el Gobierno, los analistas, los dirigentes políticos y los propios medios de comunicación es subdimensionar las razones objetivas de los movimientos de insatisfacción social.
No se puede olvidar que así como en algunos sectores se celebra el buen momento de la economía nacional y la forma como ha crecido el índice per capita, otros informes advierten que la concentración de la riqueza no cambia de tendencia, es decir que la desigualdad social sigue imperando. La ONU en reciente informe señalaba que la concentración de la propiedad de la tierra es muy grande en Colombia, a tal punto que hay un reducido número de terratenientes mientras miles de personas cuyos predios son apenas pequeñas parcelas.
Es claro que las protestas laborales, estudiantiles y de distintos grupos y motivaciones sociales, políticas y económicas se están multiplicando. No hay mayor conexidad entre ellas ni se está buscando la desestabilización de un gobierno que, como se dijo, conserva altos índices de aprobación.
Lo que existe, en el fondo, es la desesperación cada vez más evidente y pública de múltiples sectores que le urgen al Estado, y al gobierno como su principal brazo ejecutor, ser más ágil y, sobre todo, un interlocutor más efectivo. No deja de llamar la atención la forma en que muchos líderes de protestas y manifestaciones le piden a la Casa de Nariño que así como busca consensos con los partidos, las altas Cortes judiciales y otros factores de poder y opinión, también lo haga con las instancias que salen a la calle a manifestar su inconformismo.
Como se ve, hay varias formas de analizar las tres ópticas bajo las cuales se puede evaluar lo que pasó esta semana en Colombia con la protesta estudiantil, que se mantiene en más de 32 claustros de educación superior. Limitarla al solo escenario de los disturbios es, a todas luces, insuficiente y superficial. Basarse en el pulso entre estudiantado y Gobierno por la reforma educativa permite un escenario de comprensión más amplio y objetivo. Sin embargo, ahondar en qué tanto esta clase de movilizaciones expresa una tendencia creciente en cuanto al clima social, sin duda permite una visión más completa y profunda.