Por: Diego Cediel*
Lamepdusa, Italia, es la mayor isla del archipiélago de las Pelagias en el mar Mediterráneo. Su ubicación está a 205 km de Sicilia y, a 113, de Túnez, convirtiéndola en el territorio italiano más meriodional y con mayor cercanía a África. Por sus plácidas playas se bañan diferentes perfiles humanos. Magnates de las regiones más gélidas del nórdico mundo europeo, magrebíes que intentan conquistar algunas de esas magnates, norteamericanos que se fascinan por las bondades climáticas del viento mediterráneo y, demás italianos que se quieren arrimar al mundo magrebí.
Sin embargo, a pesar de las bondades geográficas y climáticas que alientan el comercio, la pesca y el turismo, Lampedusa existe en la geopolítica mundial por un drama complejo: la migración ilegal. De seguro, en la historia de la literatura mundial se conoce a Lampedusa por ser el lugar del principado de Giuseppe Tomasi. En su magnífico libro El Gatopardo, Tomasi le hace un homenaje a esta isla con una descripción y emotividad efervescentes. Lampedusa se inmortaliza por ser el escenario donde la claudicante aristocracia transa sus principios y valores con la naciente burguesía italiana, con tal de mantener sus privilegios y canonjías.
Hace un año el mundo se dolía de la muerte de doscientos inmigrantes subsaharianos, en su mayoría, en las costas de la isla de Tomasi. La embarcación que contenía alrededor de quinientos pasajeros, todos con la intención de ingresar a Europa de modo ilegal, naufragó y la tragedia se hizo inminente. Desde Misrata, un puerto libio de ancestral significado mediterráneo, había partido la barcaza que llevaba a eritreos y somalíes hacía un futuro más prometedor, de seguro. La semana de navegación que les prometieron las mafias de tráfico humano compuestas por italianos, españoles, griegos, rusos, rumanos, croatas, entre otros, se hacía cruel ante los soles caniculares y las altas temperaturas a bordo.
Pero la tragedia sucedió y Europa e Italia callaron con indolencia. Las autoridades insulares europeas, que van desde Melilla hasta las profundidades del Egeo, se han rendido ante la indiferencia de la Unión Europea para, al menos, apoyar las labores forenses de los estragos migratorios en el mar. Porque de soluciones, ya ni prefieren hablar. Berlín, Paris, Madrid y la misma Roma, a pesar de comprender con todos los argumentos de dónde le llegan esos flujos migratorios ilegales, prefieren hacer oídos sordos ante el drama de la Europa mediterránea.
Las razones del silencio pueden ser múltiples y de diversa gravedad. La primera y más evidente, es la dificultad económica de sostener los aparatos de guardia policial a lo largo y ancho del Mare Nostrum. Cabe recordar que desde Portugal hasta Grecia, pasando por España e Italia, la crisis económica fue tan profunda que los suicidios y el desgobierno absolutos eran los tonos de la cotidianidad mediterránea. Un club de países que se creían ricos, de pronto se vio que eran más pobre que antes de entrar a la zona Euro. Por lo tanto, reducir el aparato estatal y eliminar ‘innecesarios’ gastos burocráticos fue el plumazo que dejó sin financiación a las entidades de velar por la vigilancia costera.
En consonancia con las trabas y la inoperancia de la Unión para atender el flagelo de la migración ilegal están los crecientes discursos oficiales de xenofobia y racismo. Al momento del naufragio de Lampedusa, el primer italiano, Silvio Berlusconi había sido apoyado por la Liga Lombarda, agremiación política que reúne bajo su plataforma política a empresarios, funcionarios y periodistas de la próspera Italia del norte que descreen de la tolerancia cultural.
Puede que se hile fino al insinuar que la intolerancia cultural de los hombres del premier Berlusconi fuese motor secundario del naufragio, pero al menos, la desidia ante el dolor y el drama de los invasores es evidente. No solo en Italia se evidenciaron las conductas racistas y violentas ante la migración africana. En la socialista España de Rodríguez Zapatero se tramitaron leyes que revaluaban el papel y las responsabilidades del Estado cuando ocurriese algún flujo intensivo de migración ilegal. Ni qué decir de Grecia, Portugal y Francia donde los grupos políticos, tanto de izquierda como de derecha, a veces solo coinciden en endurecer las políticas migratorias, incluso, las legales.
Ante ese escenario de persecución y desidia, la dualidad de la migración es notoria. La población europea, en coherencia con su modo de vida familiar, ha ido envejeciendo a ritmos inusitados. La opción individual y familiar de no renovar la pirámide poblacional le ha requerido de cantidades significativas de migrantes a las sociedades de toda la latitud europea. Las tasas de natalidad negativas le exigen a los aparatos de asistencialismo estatal transgredir la ley y contratar a inmigrantes ilegales con tal de crear riqueza.
Porque las pensiones, la salud, la educación que tan envidiadas son en el resto del globo, no se pagan por arte de magia. Y, como no hay jóvenes europeos, o los que hay están en paro, los inmigrantes caen como anillo al dedo. No exigen las mismas condiciones que las de los jóvenes sobre calificados que están en pie de lucha, no forman sindicatos que las empresas no pueden sostener, se les puede someter a los más indecibles abusos laborales. Y son prescindibles en cualquier momento, porque el empresario, que está a las puertas de la quiebra, sabe que de Lampedusa le puede llegar un cargamento de telas o de somalíes. Cualquiera de los dos sirve.
El mundo mediterráneo le ha dado sentido a Europa. Las más nobles empresas políticas, comerciales e históricas de la civilización humana han navegado sus aguas y han pisado sus litorales, pero por eso es que Lampedusa hoy pone el acento dramático a la navegación por el Adriático o el Egeo. La muerte, la indiferencia y la indolencia también arrean velas y matan gente, pero si son prescindibles barcazas cargadas de sirios, kurdos, eritreos o somalíes la magia mediterránea se pierde.
*Profesor de la Universidad de La Sabana