La tarde del jueves 22 de junio fue muy angustiante para mí. El motivo inmediato fue el asesinato de David Vallenilla, joven manifestante de la oposición, con 22 años de edad, a manos de un miembro de la Guardia Nacional Bolivariana, durante una manifestación en la autopista Francisco Fajardo. Recién sucedió, me enviaron la noticia desde Caracas, en medio del estupor y desespero de los remitentes. Se convirtió en la víctima mortal número 76. Al tiempo, recibía una solicitud de apoyo para ayudar a encontrar trabajo para otros jóvenes profesionales que deseaban emigrar a nuestro país. La sensación de abandono, soledad e incertidumbre que me llegaba desde Venezuela, perturbó el ánimo y confundió los esfuerzos por construir una apreciación serena y equilibrada del desastre institucional y social en nuestro vecino país.
Desde el 19 de junio había estado pendiente del desarrollo de la Asamblea General de la OEA, reunida en Cancún, México, con la leve esperanza todavía de que, en esta ocasión, frente a la gravedad de la situación social, la mayoría de sus miembros acudirían al sentido común, por lo menos, y pensarían en sus respectivos futuros nacionales. Creía que rescatarían la importancia de ser miembros de una organización como ésta, que validarían la razón de su asociación a ella, que respetarían los instrumentos y convenciones que aseguran la convivencia regional y las garantías de los diferentes actores sociales y políticos nacionales; también, la esperanza de que establecerían compromisos de muto interés, en especial, de carácter generacional, y que, finalmente, el espejo venezolano permitiría identificar cuál es la prioridad en la agenda latinoamericana. ¿Cómo evitar más muertos, y tan jóvenes?
La mala hora de América Latina
Los riesgos de implosión social e institucional aumentan. Los países vecinos, a pesar de ello, continúan observando, sin capacidad de actuar ni de construir una posición conjunta que consiga imponer una agenda política viable para las partes enfrentadas en Venezuela. El espectáculo ofrecido por la OEA, los días 19 a 21 de este mes, en su 47ª Asamblea, debe ser valorado como una señal de alerta para los ciudadanos latinoamericanos y como un mensaje negativo para los millones que aún creemos en la lucha política dentro de los marcos constitucionales, rechazamos la violencia de todo tipo y confiamos en la institucionalidad existente, aún en medio de su precariedad.
Cada vez más, la organización es sinónimo de incapacidad e inutilidad, trascendida por los hechos y los desafíos, debilitada desde sus mismos integrantes, algunos de cuyos gobiernos carecen de legitimidad o gobiernan con aprobaciones reducidas a sus mínimos, y en sociedades cuyas identidades están fracturadas y escindidas por las abultadas y variadas carencias; sin duda, la más provocadora de ellas, y que con mayor intensidad aliena a los establecimientos partidistas y político-administrativos de los ciudadanos, es la ausencia de justicia y la vorágine que anuncia la impunidad que deja la corrupción escandalosa que nos abofetea a la mayoría de nosotros, por igual.
Esta especie de “tsunami institucional y social” no ha hecho distinciones entre regímenes ni opciones de gobiernos. La frustración más grande con respecto a la Venezuela Bolivariana es, quizás, su incapacidad para enfrentar el signo de los tiempos globales -la obscenidad de la codicia y de la corrupción-, y haber empezado, por allí, a hacer la diferencia regional, y en esa medida, fortalecer su simpatía. Pero este trípode antisocial sobre la que terminó atrincherada, vanidad-codicia-corrupción, que también comparten gobiernos vecinos y de más allá, se convirtió en un desafío político y de gestión diplomática para una organización que desde hace varias décadas anunciaba con dejar de ser un escenario en el que los latinoamericanos podíamos volcar nuestra confianza y certeza.
¿Hacia la fractura interna del régimen?
Es necesario explorar las contradicciones, que no se disimulan ya, al interior del establecimiento gubernamental. Cada vez es más clara la distinción entre “chavistas” y “maduristas”, no obstante que, en los últimos años del presidente Hugo Chávez, varios de sus colaboradores intelectuales y forjadores de su imagen y programas, fueron retirándose del gobierno y expresando sus críticas a los límites o desvíos de la llamada “revolución bolivariana”. La crítica más notable, desde la “revolución”, la encabeza la Fiscal General de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, reconocida militante de la tradición chavista, y que se convertirá muy pronto, ante la radicalización y metástasis institucional del régimen, en “mártir ciudadana” o alternativa política como la figura de confianza colectiva en la transición post-madurista.
También escuchamos denuncias sobre las purgas y depuraciones al interior de las Fuerzas Militares, por contradicciones internas frente a los medios empleados para doblegar las mareas civiles encabezadas por la oposición desde hace más de 70 días.
La historia es crudamente irónica: hoy, la consigna es, “proteger nacional e internacionalmente a la Fiscal General”. De forma paradójica, la aventura política del presidente Maduro, queriendo desconocer la Constitución Política vigente, buscando eliminar los espacios ciudadanos autónomos e independientes dentro del Estado, puede ser el comienzo de su final. Pero ello no depende tan solo de las fuerzas sociales y políticas congregadas en la oposición civil. A pesar de la opinión del Secretario general de la OEA, Luis Almagro, en reciente entrevista a un medio global, desde Cancún, en la que transfiere la exclusiva responsabilidad del cambio a las fuerzas de la oposición, creemos que no es realista. Es cierto que no habrá cambios sin actores organizados cuya dinámica endógena contribuya a crear una serie de condiciones propicias para dichos cambios. Pero será insuficiente, y eventualmente, insostenible en el tiempo, sin decisiones e iniciativas exógenas.
En el peor de los pronósticos, al que no deberíamos permitirnos llegar, la deriva autoritaria con su perversa combinación de actores institucionales armados (Fuerzas Armadas) y para-ciudadanos activos armados (milicianos), podría convertirse, después de la primera oleada abierta de muertos, heridos y detenciones irregulares, en la alerta internacional para intervenir. Nuestra gran preocupación es quién la lideraría, acompañado por quiénes y cómo lo haría. ¿Llegó la hora, en el marco de una diplomacia preventiva, de invocar la “responsabilidad de proteger” promulgada por Naciones Unidas, con el fin de evitar una sangrienta guerra civil? De ninguna manera aceptaríamos intervenciones unilaterales y hegemonistas, pues su efecto contraproducente, para todos los interesados en el futuro estable de Venezuela -que es también el nuestro-, resulta obvio.
No abandonar a la oposición civil
El pronunciamiento del presidente del Parlamento Europeo, de algunos de los gobiernos de países que integran la Unión Europea o, más recientemente, del Grupo Parlamentario Alemania-Suramérica -cuya existencia había pasado, en realidad, desapercibida-, con su “Llamado a Venezuela” del 21 de junio, resultan insuficientes si se quedan en declaraciones y retórica inútil, aparentando sensibilidades democráticas. Similar suerte puede padecer la declaración del Vaticano, remitida a la Asamblea General de la OEA, en la que reconoce la democracia amenazada e insiste en una mediación de países, de cualquier parte del mundo. La forma apresurada como los voceros de la UE anunciaron la acogida de Cuba, frente a la reciente y torpe decisión estadounidense de revisar y condicionar el desarrollo de la agenda Obama-Castro, nos puede dar señales de la confusión existente. Sus prioridades, como lo ilustra la agenda de la Cumbre en Bruselas, al finalizar la semana, son europeas y frente a amenazas cercanas a la UE o endógenas.
La oposición venezolana está abandonada a su suerte. La OEA se descalifica a sí misma. Puede ser la antesala del “suicidio hemisférico”, gracias a las contradicciones internas que se agudizaron desde la década pasada, y que infortunadamente, a pesar de las evidencias sociales y políticas que nos acosan, no hemos superado. He ahí nuestra cosecha de infortunios. Tenemos los instrumentos, las convenciones y las declaraciones, aprobadas y acogidas por decenas de Estados y organizaciones, para imponer a Venezuela un marco de negociación viable. La inacción no es la opción correcta, y no la merecen los jóvenes que marchan, cuyas vidas están amenazadas por exigir el respeto y acatamiento a la Constitución y legislación vigentes en este país.
*Historiador y Especialista en Geopolítica. Docente e investigador de la Universidad Javeriana. Miembro del Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico), de esa facultad, de la Asociación Latinoamericana de Estudios Afro-Asiáticos.y el Centro de Estudios sobre Seguridad, Defensa y Asuntos Internacionales.
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