La hija del San Juan | El Nuevo Siglo
Domingo, 20 de Mayo de 2012

La historia de Laura Camila es una más de las tantas que rodean a los ex trabajadores del abandonado hospital bogotano. Su casa han sido las antiguas habitaciones médicas, sus juegos en los corredores y destartalados consultorios y su anhelo salir de allí para tener una vida mejor.

“Todo el mundo me dice “que tan chévere”, pero nadie me entiende que no es chévere. Si no viven acá, no entienden”. Eso es lo que dice la pequeña Laura Camila cuando los curiosos le preguntan por su casa: el Hospital San Juan de Dios.

Vivir allí es como vivir en un barrio más de Bogotá: no faltan las riñas entre vecinos, ni la ropa extendida sobre cuerdas o el olor a tinto en la mañana. Bueno, aunque no en todos los barrios de la ciudad han habido acusaciones por usar las habitaciones como prostíbulos o expendios de narcóticos.

‘¿Mami, puedo traer amigos?’

Laura vive desde los tres años en el San Juan, hoy tiene once. Lo que más le gusta es el baile. Sus hermanas, ambas madres, no alcanzaron a tener el dinero para entrar a la universidad y hoy trabajan en el Instituto Médico Franklin Delano Roosevelt para mantener a sus hijos.

Por eso, la menor de las Parra hace consagradamente sus tareas en el colegio Policarpa Salavarrieta, porque algún día aspira ser pediatra o bacterióloga, “para ser alguien en la vida”, afirma.

Tal vez, entre las camillas abandonadas y los polvorientos instrumentos quirúrgicos encontró la razón para olvidarse de vivir en el San Juan y dedicarse a lo que hoy este hospital no puede. Es la mejor de su clase. Es más, a mitad de año se va de viaje a Gorgona como premio que otorga el Distrito por sus buenas calificaciones.

Últimamente no puede llevar muchos amigos a su “casa” por políticas de la Fundación Liquidadora San Juan de Dios. “Por ahí unos cuatro y ya”. Aunque le preocupa la cantidad, porque en estos días tuvo que hacer un trabajo con otros siete alumnos.

“Estamos viejos”

Los problemas con la vigilancia comenzaron con los primeros enfrentamientos entre la Fuerza Pública y los trabajadores del San Juan hacia el año 1999. Varias veces tuvieron que entrar la Policía y algunos agentes antidisturbios. En esa época los enfrentamientos eran batallas campales, hoy en día es distinto: “Es que ya estamos viejos. Antes nos enfrentábamos a cualquiera, pero ahora es muy complicado”, dice Gustavo Segura, uno de los trabajadores afectados por el cierre del Hospital, mientras se quita parte de la piel de las manos por su problema de dermatitis.

La entrada por la Carrera Décima con Calle Primera está custodiada por tres porteros que vigilan y dan el paso a los habitantes de los distintos edificios del San Juan y a las personas que todos los días firman la planilla de asistencia laboral. “Como lo hacemos desde el día en que cerraron el Hospital y lo haremos hasta que nos devuelvan lo que es nuestro”, dice “la Jefe Margarita”, una de las más aguerridas ex trabajadoras.

En las rejas del acceso principal, hacia el lado de la calle, frente al Instituto Materno Infantil del San Juan de Dios, hay una nevera encadenada a la que castigaron con la lluvia y el sol por no tener permiso para entrar. Del otro lado, el refrigerador es mirado por una pantalla redonda de un televisor negro y viejo que no pudo salir del Hospital. Es tan difícil la entrada como la salida. Su razón: cientos de equipos médicos de alto costo se extraviaron.

Pabellón de quemados

En el edificio de cirugía plástica, más precisamente en el que alguna vez fue el Pabellón de Quemados, duermen y se alimentan siete bocas: Laura, sus dos hermanas mayores, su madre y su padre, sus sobrinos ‘La Nené’ y ‘Santi’. Y Luna, una perra chow chow café que la ha acompañado desde que su memoria la deja recordar y que obedientemente hace el papel de vigilante.

“Yo no tengo un cuarto sólo para mí porque, primero, no tenemos dónde; segundo, no me gustaría; y tercero, aquí no”, dice Laura. Su madre Nancy López, una ex auxiliar de dietas que hace ocho años entró al San Juan para vivir en él, asegura que dentro de la habitación tienen todo lo que necesitan: armarios de madera, camas que comparten las hermanas, no por falta de espacio sino por miedo a la noche; una cocina eléctrica donde Nancy prepara unos deliciosos fríjoles, juguetes para los bebés, computador para las tareas y una manguera para llenar de agua tres cubetas cada semana.

La carencia del líquido en la mitad de las instalaciones del Hospital obliga a sus residentes a transportarlo en recipientes desde el edificio central hasta sus dormitorios. Tampoco tienen ante quién quejarse porque los servicios los cubre el Estado.

Detrás de la nevera hay una puerta que divide al comedor de un pasillo abandonado. La mugre y la suciedad hicieron que el pequeño Santiago, de dos meses, estuviera el último mes hospitalizado por una enfermedad respiratoria a causa de la concentración de excremento de palomas y ratas en la suciedad del techo y los pasillos del edificio. Hoy su familia está festejando tenerlo en casa. Claro, así ésta sea otro hospital.

Un, dos, tres por Laura…

En el noveno piso del edificio central vive Álvaro Forero. Él no tiene problema con nadie, pero tampoco es de los que les gusta hacer amigos. Su epilepsia y temperamento frenético le han impedido tener relaciones cercanas con sus vecinas. Le tiene miedo a los fantasmas, pero para poder llegar a su cama hay que subir unas escaleras onduladas y recorrer paredes descascaradas que el tiempo y la penumbra han vuelto sombrías. “¿Pero cómo va a perder uno todo el trabajo de su vida?”, pregunta Álvaro con resignación desde su cama.

Aun así, la vista es hermosa. Desde su cuarto se ve todo el sur de la ciudad, el centro de investigaciones alemán dentro del San Juan y parte de la pradera que alguna vez el Hospital usó para autoabastecerse con vacas, gallinas y hortalizas. Al lado de las escaleras se ve el norte de la Capital, el edificio de odontología, de psiquiatría, de rehabilitación, de cirugía plástica, la capilla y la cancha de fútbol. Todos, edificios que no prestan servicios desde hace más de diez años.

Las ventanas pintan un laberinto para que Laura y sus amigos jueguen a las escondidas, su pasatiempo favorito. Tienen árboles para ocultarse, en el mismo lugar donde hasta hace unos años los profesores les enseñaron a los estudiantes de Medicina de la Universidad Nacional a curar personas, o corredores para buscar a sus amigos. Corredores que desde 1564 han servido para atender a gobernantes, dirigentes, personas con títulos reales y unas décadas atrás, indigentes.

Hace más de 10 años no se atiende a nadie. Su cierre obligó a los trabajadores a cambiar las camillas de los enfermos por las camas de sus casas y las herramientas quirúrgicas por elementos de aseo.

Media noche

Si desde el siglo XVI se mueren personas en el San Juan, algún fantasma tiene que quedar. Una noche, según Laura, “mi mami se había ido con unas compañeras y me había dicho que no cogiera una guitarra que no tenía pilas. Yo, como soy desobediente, la fui a buscar”, dice Laura mientras señala la puerta de su cuarto.

Eran más de las doce cuando iba a entrar a la habitación contigua y pasó el susto de su vida: sobre el pasillo se le apareció un señor. “Yo me quedé quieta, inmovilizada. Era como ahorcado porque tenía una soga en el cuello”, cuenta Laura, que lo tiene bien identificado: el hombre tenía una chaqueta negra de cuero, zapatos elegantes y camisa a rayas grises. La altura, relata Laura, no la podría decir con precisión, “estaba levantado del piso”.

Una vez tuvo oportunidad de escapar. Cuando el oscuro personaje retrocedió, salió corriendo a donde su hermana y comenzó a llorar y llorar y llorar. Pero si los celadores no han sido un problema, los fantasmas tampoco. Nancy no contradice lo dicho por su hija, pero cree que algunas de las apariciones de Laura han sido producto del delirio de la fiebre que de vez en cuando le causa el asma.

Producto de la fiebre o apariciones reales, lo cierto es que Laura está cansada del miedo. Solamente anhela que liquiden a su madre como debe ser, “que le paguen lo que le deben”. Sólo así se podría ir del que ha sido su casa desde que tiene conciencia, del que alguna vez fue el mejor Hospital de Suramérica: el San Juan de Dios.