EL país entero parecería convertirse ahora en una esperanza que se desvanece. Es la amenaza de la claridad que podría naufragar ante tinieblas saturadas de tragedias y cruentas realidades. Es de admitirlo, en especial desde 1990, se ha tenido el anhelo de una civilización aceptable, que echara tantas raíces como alcurnia, en el caleidoscopio de etnicidades que es Sudáfrica. Hasta la bandera fue cambiada luego de la transformación de inicios de los noventa. Colores diversos, en un pabellón inclusivo.
Son ya casi treinta años en los cuales se ha buscado una civilización que -sepultando el régimen del apartheid, vigente desde 1951 a 1991- posibilitara un país de respetadas diversidades, hiciera factible una dinámica social cada vez menos inequitativa, con mayores capacidades para las poblaciones -de todos los grupos sociales- con mayores oportunidades para las personas. Una dinámica de convivencia que hiciera posible un encuentro con creciente armonía y paz en la patria de Nelson Mandela, el legendario “Madiba” (1918-2013).
Pero las noticias en la primera semana de este septiembre han sido sombrías. Han ocurrido sangrientos brotes de violencia que se han cebado contra comerciantes extranjeros que hace tiempo llegaron a Sudáfrica, establecieron allí sus proyectos de vida, sus sueños y sus esfuerzos. Llegaron y se integraron, en lo que es la economía más grande y significativa en todo el conjunto de países al sur del Sahel, ese árido cinturón de desierto, de 5,400 kilómetros de extensión que, siendo el corazón curtido y prolongado del Sahara, unifica al Océano Atlántico desde el oeste, hasta el Mar Rojo, en el extremo oriental.
La violencia, tal y como es la violencia que se pregona por el mandatario desde Washington, o bien el actual inquilino en Planalto en Brasilia, se cobró la vida a inicios de este septiembre de al menos diez personas, dejando, además, unos 423 heridos.
Estas víctimas han sido, por lo general, comerciantes. Fueron turbas las que los atacaron. Es como el retorno oprobioso a algo que creíamos haber superado: la “noche de los cristales rotos”, la matanza de judíos que ocurrió a manos de los nazis la noche del 9 al 10 de noviembre en Alemania. En esos linchamientos no sólo las fuerzas de choque ejercitaron la represión. También participaron -es justo recordarlo- población civil, mientras la policía se entretenía, mirando para otro lado.
Los reportajes de las principales cadenas noticiosas internacionales dan cuenta que, durante tres noches, decenas de locales comerciales fueron atacados y quemados por enfurecidos sudafricanos. De nuevo la violencia y la sangre imponiéndose en pleno Siglo XXI.
En medio de todo el desaliento emerge, como mínimo, un dato que puede ser reconfortante. El presidente Cyril Ramaphosa de Sudáfrica, puntualizó: “Sabemos que al menos hay diez personas muertas por la violencia. No hay ira, frustración y agravio que puedan justificar esos actos de destrucción gratuita y de criminalidad. No hay excusa para los ataques a los hogares y negocios extranjeros, así como no hay excusa de ningún tipo para la xenofobia o cualquier forma de intolerancia”.
Se reporta que al menos unas 300 familias originalmente kenianas, estarían ya de regreso a su país de origen. Y en todo ello, la violencia no ha sido sólo sudafricana. No. Los hechos sangrientos en la patria de Mandela han sido los más publicitados, pero también las dificultades aparecen -en algunos casos de forma endémica- en países como República del Congo, Somalia, Kenia, Tanzania o Mozambique.
A ello contribuyen también los liderazgos, en estos casos, asociados al populismo de todos los pelajes. Ese desenfreno donde sólo la ignorancia va delante de la prepotencia del mandamás en Washington, Caracas, Ankara o Brasilia. Ante las dificultades crecientes que puede tener un país, es fácil tratar de unificar la “ira nacional” contra “el otro”, los que por lo general no tienen cómo responder o cómo defenderse.
Es la búsqueda constante del enemigo externo. Alrededor de ese enfrentamiento se puede buscar la unidad nacional y la legitimidad mínima para seguir gobernando, en lugar de enmendar y corregir los rumbos nacionales. Ese enemigo externo que requiere de nuestra coherencia como país, fue el intento de salvación de la dictadura argentina con la Guerra de las Malvinas en 1982, o también -más con la frescura actual- el despliegue del ejército de Maduro en la frontera de los 2,219 kilómetros, que comparte con Colombia.
Lo peor, en el fondo de todo esto, es la insistencia por parte de la irracionalidad, de la sandez, de la violencia -valga la redundancia- de enterrar el legado de Nelson Mandela. Un hombre que como se recordará, hizo de su vida el rasgo emblemático de una leyenda viva, saliendo incluso mentalmente lúcido, luego de 27 años en prisión (1962-1990).
Se han pronunciado ya los líderes de la región africana. Ellos han reiterado su compromiso en pro de superar la segregación racial que constituyó la violencia del apartheid. De lo que menos se trata, es de traicionar las convicciones del proyecto de la transformación histórica de Sudáfrica en la perspectiva de la igualdad, la equidad, de la tolerancia.
No es posible ahora, en estos tiempos -ahora que tenemos instituciones que literalmente costaron océanos de sangre- sepultar los ideales de convivencia pacífica, de la esperanza constante por mejorar la calidad de vida, que emanó de la autoridad moral y del ejercicio de la presidencia de Mandela.
Estas intransigencias y asesinatos, estas muertes y sufrimiento -como se puede generalizar a los asesinatos y muertes en todo tiempo, en cualquier lugar del mundo- me hacen recordar las palabras de Ernest Hemingway como parte de su narrativa basada en la guerra civil española, en su obra “Por Quién Doblan las Campanas” (1940): “Nadie es una isla, completo de sí mismo. La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad. Por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas, ¡doblan por ti!”.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario. El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor por lo que no compromete a entidad o institución alguna.