Se oye hablar más de la isla que del país de los ayatolás para entender a la Venezuela chavista. Y sí, el Caribe y sus naciones se parecen. Pero en Oriente Medio hay un proyecto teocrático que, por su secuencia política y recursos naturales, se puede asemejar a lo que busca el grupo de Maduro
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HAY una imagen en Teherán que se repite en Caracas: hombres armados y de rostros cubiertos con pasamontañas tocan, desesperadamente, la puerta de los opositores. “Tengo una orden por incitación al odio”, se les oye decir, en ese tono militar que guarda la compostura tonal.
Nicolás Maduro y su grupo -solo un sector en medio de diferencias con Cabello y Padrino- ha aprovechado la pandemia para acelerar su proyecto autocrático y cerrar bocas incómodas. Un paso de muchos que puede desembocar en lo que algunos, históricamente acostumbrados a desafiar a Castro, perciben como una Cuba sin isla, pero con petróleo, llamada Venezuela.
Cuesta, sin embargo, creer en esta analogía caribeña. Los recursos minerales de un país son enormemente superiores a los del otro. Tan amplias son las diferencias, que es como si se comparara un ron venezolano con cualquier otro; no hay lugar. Aunque las formas, mediadas por proyectos políticos parecidos, aterran por ser cada vez más similares. Maduro, rampante, camina hacia la dictadura total (ha dejado la dictablanda). Y la pandemia es una aliada para ello.
Pero no todo es Cuba. Es que la isla, verbigracia de la política y la historia, tiene un efecto obsesivo: se obsesionó Colón, se obsesionaron los productores de caña, los gringos, y la izquierda de Latinoamérica no ha superado el verde olivo. Hay algo. Lo que Carpentier, un cronista de las calles de su capital, La Habana, definió como un eclecticismo de arquitectura y vegetación, “entre patrio umbrosos, guarniciones de vegetación, que convivieron con el fuste dórico”. Pero no todo pasa por Cuba.
El proyecto de Hugo Chávez fue más allá. A nivel internacional logró una mezcla exitosa entre “ideología y pragmatismo”, según los profesores Gian Lucca Gardini y Peter Lambert. Nacionalizó pozos petroleros, licenciados por ExxonMobil y dirigidos por el exsecretario de Estado norteamericano Rex Tillerson, pero, paradójicamente, siguió exportando el 60 % del crudo a Estados Unidos.
El pragmatismo en su política exterior, consolidado por el monopolio de todos los poderes públicos localmente, construyó una red de aliados que tenían un mismo objetivo: su oposición a Washington. Más que verse y creerse Fidel Castro, Chávez se encontró con la imagen de Gamal Nasser y buscó osadamente construir una versión nueva de los no-Alineados. Para consolidar su proyecto no dudó en acercarse a un beneficioso aliado, Irán.
Desde 1979, los ayatolás -teócratas que gobiernan la antigua Persia- se han opuesto a Washington. Exiliados iraníes en Europa y Estados Unidos, y las doctrinas de Kissinger, no han llevado al fin del régimen. La Irán de ahora, la de marchas de opositores y desabastecimiento, pero también petróleo e infraestructura, se ha convertido en una escuela de exportación.
Poco se sabe de Irán, sin embargo, los libros de Parinoush Saniee, los reportajes de Catalina Gómez Ángel y algunas investigaciones sirven de referencia para evitar caer exclusivamente en las versiones que redacta la prensa occidental. Irán tiene algo, por eso se mantiene. Que no es más que una cleptocracia. Entender qué significa esta forma de gobierno y cómo se consolida puede dar algunas pistas sobre la Venezuela de ahora y, sobre todo, la que viene.
El profesor Shahram Khosravi, en su libro “Young and Desafiant in Tehran”, concluye que la cleptocracia -gobierno de los ladrones- es la forma de gobierno que predomina en Irán. “Altos niveles de corrupción, altas diferencias entre clases sociales, desempleo masivo, inseguridad financiera y desigualdad entre géneros” son los indicadores de un modelo teocrático cuyo sostén son los clérigos (mullahs, en persi) y la Guardia Revolucionaria Islámica, su cuerpo leal e inamovible.
Para llegar a este régimen cleptocrático, Irán tuvo que pasar por un proceso “de secularización” durante dos décadas. En los 80 y 90, millones marcharon en las calles para oponerse al gobierno de los clérigos, como relata prodigiosamente Saniee. Protestas y detenciones, mientras que se ampliaba el aparato militar y nuclear, sucedían cada día. “Y la revolución islámica”, que en un principio era un asunto de los ayatolás, pasó a volverse un tema diario, íntimo y privado, que implicó un compromiso de ser parte o quedar excluido, como le pasó a Sanee en persona.
Han pasado 41 años e Irán se mantiene, como la Venezuela de Chávez, hoy dirigida por una cúpula fragmentada. La una se ve en la otra. Pero Maduro enfrenta algo que los ayatolás y sus presidentes han superado relativamente: la oposición. Y por eso el chavismo -o una versión sesgada de este, dicen- quiere definitivamente imponer la bota militar encima de los que cuestionan el régimen y entrar en una etapa de consolidación de la dictadura.
La herramienta perfecta -excusa- del chavismo ha sido la “Ley de incitación al odio”. Lo advertía un agudo analista: con esta ley, promulgada en 2017, se abrió pasó a la cubanización, ¿iranización? En vez de ser evidente y detener a todos sin causa, se interpreta que cualquier crítica al régimen es “odio” y se judicializa.
Todo es odio; Venezuela, para el chavismo, es un país de odiosos. Espacio Público -ONG de derechos humanos- denunció que 16 personas han sido detenidas en 2020 por criticar al régimen en redes sociales o en las calles, lo que se suma a 632 violaciones a la libertad de expresión. Callar la voz de opositores como Nicmer Evans, exchavista detenido esta semana por tener un portal crítico, muestran la tenacidad del régimen.
Ya avisó Maduro: este mes o el otro viajará a Teherán. Aparte de los 250 acuerdos con Irán, la escuela se aprende en persona, como los sandinistas con Fidel, como Stroessner con Pinochet. Y es que la cercanía geográfica no dice todo. Son, más bien, las condiciones políticas y los recursos naturales los que resultan peligrosamente parecidos entre Venezuela e Irán.
De no haber transición, el futuro venezolano se podrá parecer más a un cuento de la Teherán de Sanee que a una crónica sabrosa de La Habana de Carlos Alberto Álvarez o las agudas frases de De la Nuez.
*Candidato a MPhil en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Oxford