La ciudad puede ser una de muchas, casi podría decirse que cualquiera de ellas. Puede llamarse La Paz, Cochabamba, Santiago de Chile, Quito, Guayaquil, Bogotá, Lima, Ciudad de Guatemala. Las protestas son el denominador común y en función de ellas, la población abriga una esperanza, una terca esperanza de cambios y de innovaciones.
Lo que en el fondo esencialmente se desea es un mejor reparto y acceso a oportunidades. De esas que permiten la creatividad y la solidaridad de una sociedad que se empeña en mejorar. Una búsqueda de oportunidades que, en muchas ocasiones, provocan lacerantes diásporas, salidas masivas que son atajadas en los países más desarrollados.
De hecho, el fenómeno de migración no es más, en el fondo, que una decisión enraizada en la racionalidad económica. Se buscan medios y oportunidades que no se encuentran en los países y sociedades donde las personas nacieron y fueron haciendo sus vidas.
Véanse lo que son notables contrastes históricos. Casi como paradojas que la historia nos ofrece. Véase como ahora recordamos el jueves 9 de noviembre de 1989, el día de la caída del Muro de Berlín, con toda la expectativa que se tenía. Era la alborada de una nueva era asomándose con su carga de expectativas novedosas de paz y desarrollo.
Pero ahora, treinta años después, quién lo diría, se levantan otros muros. En particular el que el inquilino actual de la Casa Blanca con entusiasmo intransigente -por decirlo con cortesía- se empeña en adelantar, en la frontera con México. Un intento de aislar a Latinoamérica.
El muro de Estados Unidos es la resurrección en otro contexto y espiral del tiempo, del muro de Berlín. Ahora se tienen otras justificaciones, pretextos y circunstancias. Pero siempre la marginación en el fondo, siempre temer de que se “atente” contra privilegios que se considera ganados en la potencia del norte, en el país que tiene la mayor demanda de la droga y que por otro lado es el mayor vendedor de armas del mundo.
Creer en la competitividad abierta, en un sistema de globalización que genera casi en automático cuotas de bienestar y oportunidades, no deja de ser tema útil para sólo expresarlo en los salones de clase. En la vida real las carencias, la falta de medios y de expectativas se ceban contra los sectores que ya de por sí, son más vulnerables y viven del día a día.
Vivimos tiempos de división, de exclusión. Y aparejado con esto, tiempos en los cuales, especialmente en Latinoamérica, la población demanda la legitimidad de los gobiernos. De allí las protestas y el entusiasmo de la gente por mostrar rebeldía que –deplorable en todo caso- se puede manifestar también en los extremos, en destrucción de activos, de patrimonio e infraestructura de ciudades.
Es algo, insisto, no aceptable, aunque explicable como reacción ante la demanda referida de legitimidad de los gobiernos. La población requiere ya no sólo la legitimidad formal. La que se forma y se constituye con ejercicios rutinarios cada cuatro o cinco años, y que consiste en cumplir con los sufragios en las urnas. Esa legalidad, necesaria, está en el corazón de la legitimidad formal.
Lo que amplios grupos sociales están requiriendo es de legitimidad concreta. Esto es de resultados. De resultados que se puedan traducir en ampliación de oportunidades de vida, de medios para poder hacer que grandes conglomerados se integren a las dinámicas económicas, sociales y participativas en las condiciones actuales de los países.
En esa apertura de oportunidades -vía empleo y emprendimiento- y en esa ampliación de capacidades –vía educación y capacitación con cobertura y calidad- es en lo que se concentra la legitimidad concreta, real de los gobiernos. Eso es lo que se demanda en las calles.
Se trata de que se fortalezcan los mecanismos que desembocan de manera dinámica, en la organización y funcionamiento de instituciones incluyentes. Que promuevan la incorporación de grupos marginales en la dinámica social de bienestar y progreso. Esas instituciones incluyentes en el contexto del Estado de Derecho son claves, tal y como lo han demostrado en más de 580 páginas, Daron Acemoglu y James Robinson, en su obra “Por qué Fracasan los Países” (2012).
Es cierto que el mercado como mecanismo de asignación de recursos y producción ha demostrado aspectos favorables: (i) promueve una asignación más eficiente; (ii) genera estandarización de tecnología; y (iii) ha sido factor de competitividad. Pero no es de engañarnos y creer que lo resuelve todo.
Los mercados sin control, tienen también aspectos evidentemente negativos: (i) promueven la concentración de riqueza; (ii) están abocados a promover marginalidad de los “no adaptados” -la esencia del darwinismo social-; (ii) lo que hacen bien lo hacen en el corto plazo; y (iv) lo más grave quizá, están contribuyendo al calentamiento global del planeta. Ojo que no es cambio climático. Es calentamiento de la atmósfera que está poniendo en riesgo las bases mismas de nuestra sobrevivencia como especie.
Es de aprovechar las ventajas de la libre competitividad. La tendencia a los monopolios es algo dañino y va en contra-vía de esa concurrencia libre de agentes económicos. Debemos promover y fortalecer la presencia del Estado, de sus instituciones.
Un Estado latinoamericano que en general es débil, en particular en lo rural, en las sociedades profundas que carecen de las condiciones de las grandes ciudades. Eso, como mínimo, es lo que está en el corazón de las protestas a las que asistimos en la actualidad.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario
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