En 2018, el viraje hacia la derecha fue impresionante en la región. En Brasil, Colombia y Perú, esta tendencia política ganó o se mantuvo en el poder, uniéndose a un grupo en el que también están Argentina y Chile. En el mundo pasó algo parecido: Italia, Polonia y el Brexit de May dominaron el escenario político. Sin embargo, hay que entender que se trata de un fenómeno que tiene exponentes de centro y otros más radicales
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LA DERECHA latinoamericana, configurada por diversas corrientes políticas, que van desde posiciones más de centro, como la de Macri en Argentina, hasta expresiones más extremas al estilo Jair Bolsonaro, ha sido escogida por este Diario como la protagonista del año. A ella se le suman ejemplos exitosos en Europa y Asia, con la llegada de gobiernos de esta tendencia.
Este año ha terminado de consolidar el fenómeno que empezó hace tres años con la salida del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, en 2015. Pocos creyeron, cuando todo parecía indicar que Dilma Rousseff y Nicolás Maduro empezaban a tener problemas de legitimidad en las calles, que el continente se volcaría unos años después hacia el otro espectro político.
Las razones de esta “derechización” -en el buen sentido de la palabra- son múltiples y van desde el descrédito del Socialismo del Siglo XXI hasta el auge de políticos más radicales, que han aprovechado la falta de efectividad de modelos de izquierda, para llegarle al electorado con propuestas que, en apariencia, son más convincentes.
Más pragmáticos
Lejos de los discursos cargados de ideología, que rememoran las viejas luchas de la Guerra Fría, el electorado latinoamericano se ha inclinado por modelos que en el papel son más proclives a resolver sus problemas del día a día. En este escenario es claro lo que algunos politólogos han llamado “la prioridad económica”, en la que, por delante de cualquier debate político, los ciudadanos le dan mayor importancia a la economía y cómo ella de alguna u otra manera los golpea.
Usado como argumento político, algunas veces desproporcionadamente, Venezuela ha sido el principal factor para que muchos se inclinen por mandatarios que les dan estabilidad económica, antes de gobiernos que, basados en un modelo de subsidio, han golpeado las finanzas públicas. Ese es el caso de países como Argentina y Brasil, donde los electores han votado en parte para sancionar a los gobiernos socialistas, culpados de la crisis económica en uno y otro lado.
Esta tendencia, vista en los países mencionados, fue muy clara en las últimas elecciones en Brasil, donde Jair Bolsonaro obtuvo el respaldo de la mayoría de los electores, por su discurso a favor de la recuperación económica en un país que enfrenta la peor recesión de su historia.
EL NUEVO SIGLO, en cubrimiento de estas elecciones en octubre, fue testigo de cómo la crisis económica se convirtió en el principal factor de movilización del electorado brasileño. En reportaje desde el sur de Brasil, este Diario habló con ciudadanos que se declararon “antipetistas” (contra el Partido de los Trabajadores), por su mal manejo de la economía. “La crisis ha pegado duro, más que en 2008”, contó uno de ellos.
En Argentina pasó algo similar. Tres años antes, en unos comicios que dejaron clara las fisuras dentro del peronismo, Mauricio Macri emergió como un político de centroderecha con una trayectoria en la Gobernación de Buenos Aires, que lo llevó a convertirse en el tercer presidente no adscrito a esa corriente política desde que la nación albiceleste retornó a la democracia con Raúl Alfonsín (1983).
Estos países, sin embargo, han tenido una evolución distinta. Mientras que Macri ya cumple en el poder más de dos años, Bolsonaro comienza su gobierno hasta enero. Está por verse, en el caso del primero, cómo sorteará la inflación, que ha traído a la mente de los argentinos los recuerdos del “Corralito de 2001”.
Por ahora, Macri ha salido bien librado, conservando su popularidad por encima del 35%, pese a los numerosos paros nacionales que los sindicatos han convocado por las alzas en los servicios públicos. También, ha logrado firmar una serie de préstamos con el Fondo Monetario Internacional (FMI), el último por 50.000 millones de dólares, una muestra de la confianza que tienen los organismos financieros del mundo en su plan de pago, que ha sido reconocido por la comunidad internacional con eventos como el G20, celebrado a finales de noviembre en Buenos Aires.
Bolsonaro, por su parte, es una incógnita que ha generado un revolcón político a nivel mundial. En las elecciones marcó un estilo, basado en el extremismo de sus posiciones, que lo llevó a estar cerca de ganar en primera vuelta. Es difícil descifrar, al menos un poco, cómo será su gobierno, que ha sido catalogado políticamente como “socialconservador” pero a nivel económico es neoliberal, con ministros que defienden este modelo como Pablo Guedes.
A pesar de las diferentes posiciones, que están enmarcadas dentro de la derecha, es claro que, como explicó Daniel Zovatto, director de Democracia y Asistencia Electoral (IDEA) en la CEPAL, los latinoamericanos no han pedido “más autoritarismo”, como algunos sectores han concluido en las últimas elecciones, sino por el contrario, ahora son “más pragmáticos, menos pacientes y más exigentes, lo que los ciudadanos demandan es que sus gobiernos los escuchen y representen bien, gobiernen con transparencia y den respuesta oportuna y eficaz a sus nuevas expectativas y demandas”.
No quiere decir, sin embargo, que las alertas no estén prendidas con la última encuesta de Latinobarómetro, 2018, según la cual en una década el porcentaje de insatisfechos en el continente con la democracia ha pasado de 51% a 71%. Esta cifra se une al preocupante porcentaje de jóvenes (28%) que dicen no importarles si viven en un sistema democrático o autoritario.
La urgencia por recuperar las instituciones llega luego de una aparente degradación durante gobiernos de izquierda que, en la mayoría de casos, privilegiaron la imagen del líder carismático por encima de la democracia liberal, cuyo fin último es el respeto del equilibrio de poderes y de la institucionalidad.
Ha quedado claro, en el caso de Brasil por ejemplo, que la extensa burocracia que construyó el PT y su discurso, extremo en muchos casos, a favor de las minorías, llevó a que la “mayoría silenciosa” se expresara en las urnas contra el actual estado de las cosas.
En parte, como en el caso de Chile o Perú, ni hablar de Brasil, el más claro, hubo un rechazo contra el liberalismo progresista que domina las principales universidades de la región y del mundo. Un fenómeno que se vio en las elecciones norteamericanas de 2016 y en el Brexit, en las que parte de los votantes, además de pedir mejores condiciones económicas, se opusieron a los derechos de “tercera generación”.
Donald Trump es el caso más paradigmático. Él, como ningún otro político hasta entonces, salvo algunos casos en Europa, despertó al elector poco activo, pero que rechazaba a toda costa el modelo liberal vigente.
Aquellos a los que “no les gusta que les llamen fascistas, racistas u homofóbicos por sugerir que asuntos como el matrimonio gay, las acciones afirmativas en las universidades públicas y el aborto, son incluso discutibles en lugar de los que no lo piensan”, escribió The Economist, en el caso de las elecciones en Brasil.
No solo el voto silencioso fue el canal para que muchos aspirantes de derecha llegaran a la presidencia. Además de este, es claro que la derecha logró atraer a sectores sociales, tradicionalmente ubicados en la izquierda, que se han sentido más cercanos a sus propuestas que a las de los candidatos socialistas.
El mundo
Particularmente, este fenómeno es evidente con los candidatos de extrema derecha. En Brasil, Bolsonaro logró quitarle parte importante del electorado al PT, al igual que ha pasado con todas las propuestas radicales en Europa, que de cierta forma se han identificado más con las bases populares que la izquierda.
No es raro, por eso, que un medio inglés se preguntara un día después del resultado del Brexit: ¿Por qué hemos perdido a la gente? Abultadamente, esa vez los sectores rurales y de menor ingreso se inclinaron por la propuesta de abandonar Europa, bajo la primicia de que de esta manera sus problemas reales, como los bloqueos económicos de la Unión Europea, se resolverían.
Poco a poco, la extrema derecha ha venido haciéndose con más espacio en Europa, ganando elecciones en países de la trascendencia de Italia, cuyo gobierno es liderado por “populistas” de izquierda y derecha. Con la llegada de Roma al bloque de los euroescéptico, la Unión Europea ha entrado en un momento de reorganización, que enfrenta dos ideas de derecha, una de centro y otra más radical.
Esta dicotomía reafirma, una vez más, que la derecha ha tenido un año exitoso. Tiene, por un lado, un bloque de centro con actores como Ángela Merkel, Theresa May y Emmanuel Macron, que se enfrenta, por el otro, a presidentes como Giuseppe Conte (Italia), Viktor Orbán (Hungría) y Sebastián Kurz (Austria), quienes defienden un bloque europeo proteccionista y nacionalista.
El primer ministro húngaro, Orbán, ha descrito su forma de gobierno como “una democracia iliberal”. “Necesitamos afirmar que una democracia no es necesariamente liberal. Aun sin ser liberal, puede ser una democracia”, ha dicho, en una extraña explicación.
Para tener más claridad sobre el asunto vale la pena hacer referencia al símil propuesto por el politólogo mexicano, Jesús Silva Herzog. Según él, hoy en día la “democracia y liberalismo son hoy un matrimonio de conveniencia, pero no hay amor entre ellos”.
La derecha, en sus distintas variantes, muchas de ellas diametralmente opuestas en algunos asuntos, se ha consolidado en parte importante del mundo. El discurso que predica parece, en este momento, más conveniente para los votantes, que le han dado su apoyo en diferentes lugares.