En el actual contexto inflacionario son dos los factores que en especial, favorecen este aumento generalizado de precios: la cotización de alimentos y de energéticos. En el primero de los casos, se pone de manifiesto una vez más el mayor impacto en los hogares o familias pobres, dado que, en ellas, es mayor la proporción del gasto dedicado a la ingesta de nutrientes; y es de notar que, en muchos países latinoamericanos, lo que más está jalonando los precios son los de productos agropecuarios vinculados directamente a la nutrición.
En el caso de los energéticos, la situación es también muy importante, debido a que un alza en los precios de estos repercute en prácticamente todos los demás servicios y bienes del sistema económico. Un incremento en combustibles tiene un impacto estratégico, es decir una repercusión multiplicadora o en cascada en los precios de las cadenas de producción, distribución y consumo.
Por otra parte, la seguridad y soberanía alimentaria son temas que se vinculan directamente con los niveles de vulnerabilidad en un país. Por ejemplo, los denominados tratados de libre comercio pueden evidenciar las ventajas comparativas y competitivas de unos países respecto a otros -esto en lo económico productivo- pero por otro lado se tienen también los niveles mayores o menores de vulnerabilidad política.
Nótese que, en todo caso, producir alimentos redunda en poder político como parte de los intercambios de la economía global. De allí que no sean de gratis los grandes subsidios que Estados Unidos y Europa dedican a sus sectores de producción agropecuaria.
En el caso específico de Brasil se presenta una paradoja, algo aparentemente ilógico a primera vista. Por una parte, se trata de un gran país -8.5 millones de kilómetros cuadrados- productor de notables cantidades de alimentos: carne bovina, soya, café, azúcar y jugo de naranja, para sólo citar algunos de los productos más representativos.
Por otra parte, y en especial durante la presidencia actual de Jair Bolsonaro, se reportan graves contingentes de población con hambre y deteriorados niveles de ingesta de proteínas, vitaminas y minerales; según lo ha reportado recientemente la Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Red Penssan).
De conformidad con la información reportada, en el Brasil actual, cerca de un 60% de un total de población de 212 millones de habitantes (2020) carece de seguridad alimentaria. Esto se concretaría en unos 127 millones de personas.
En términos de perspectiva, considerando las tendencias hacia donde apunta el fenómeno, se evidencia un incremento de no menos de 55% de la población con vulnerabilidad alimenticia, al comparar los datos actuales con los de 2018 -condiciones prepandemia.
Es interesante notar los contrastes en función étnica. Desde esta óptica, la información de Red Penssan señala que un 65% de la población afrobrasileña tiene carencias alimenticias de manera permanente. Una conclusión lamentable es que la población de Brasil en situación de carencia nutritiva es mayor en la actualidad, a mediados de 2022, que los contingentes poblacionales que vivían en esas condiciones hace 30 años.
Esta comparación es importante porque se estima que fue en 1992 cuando los gobiernos ya pertenecientes al período democrático -reinaugurado en 1985- se preocuparon de colocar en la agenda el problema de la alimentación en Brasil. Se insistía en la contradicción de tener gente con hambre en un país reconocido mundialmente por su capacidad de producción y exportación de alimentos.
Es de recordar que durante el período presidencial de Luis Inacio Lula da Silva -de 1 de enero de 2003 al 31 de diciembre de 2010- los esfuerzos por superar el hambre se concretaban en programas tales como las iniciativas “Hambre Cero” y “Bolsa Familia”. Se refiere a proyectos de gran cobertura, de naturaleza asistencialista, pero que trataban al menos de mitigar un problema que en las grandes latitudes de Brasil, se agrava como producto de condiciones económicas y sociales, del cambio climático y el calentamiento global.
Se hace evidente que Brasil ha sido un país desigual, con crecimientos inequitativos entre la población, pero los índices actuales en relación con el acceso y efectiva nutrición se muestran desbordados. Ante ello, los programas de asistencia social directa, por parte del gobierno, se han reducido bajo la conducción de Bolsonaro. De manera simultánea, son organizaciones religiosas y de la sociedad civil las que tratan de llenar los vacíos de los programas públicos.
Sin embargo, estas últimas entidades no cuentan con los medios logísticos, con los fondos y la capacidad de cobertura en general que tiene el gobierno federal desde Brasilia. Se trata de una situación análoga en otros países, ya se trate de las llanuras centrales de Honduras, las zonas desérticas del norte colombiano en La Guajira, o el denominado Corredor Seco que golpea notablemente las comunidades de los indígenas chortíes en el oriente de Guatemala.
Es imperativo hacer un esfuerzo de solidaridad. Se deben eficazmente involucrar las instituciones que deben mostrar una vocación incluyente, de efectiva cobertura y sostenibilidad de acciones. Se requiere apremiantemente de acciones que permitan una movilización fulminante que redunde en resultados de impacto inmediato.
Es seguro que, ante el poder de convocatoria de los gobiernos centrales, departamentales y provinciales, se tendrá la cooperación fortalecida por parte de la sociedad civil. De hecho, son las entidades civiles las que, como se puntualizaba, están tratando de abordar el problema con recursos propios y de cooperación internacional.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Facultad de Administración de la Universidad del Rosario