Pareciera ser algo que ocurre con intermitencia, conforme a períodos que van entre 7 y 10 años. Son las crisis argentinas que plantean, especialmente ahora con el Gran Confinamiento de 2020, nuevos desafíos para el gobierno del Presidente Alberto Fernández (1959 - ). Se trata de nuevo, de contar con fondos para hacer frente a una balanza comercial deficitaria, en condiciones en las cuales la pobreza ha subido a casi 38 por ciento, como cifra general del país, según datos a enero de 2020, antes de la pandemia.
De conformidad con registros oficiales, los efectos del coronavirus Covid-19 en Argentina, han estado bastante controlados, especialmente si se les compara con los desastres mortales que arrastra la aciaga gestión de la pandemia en el Brasil de Bolsonaro, o la tempestad trágica azotando actualmente a México, Perú y Ecuador.
Para no mencionar los auténticos agujeros negros de información que rodean los casos de Nicaragua y Venezuela. Allí nadie sabe a ciencia cierta lo que está ocurriendo. Es decir, se carece de las mínimas condiciones informativas para tomar decisiones de manejo de la crisis, medidas que se requieren de manera tan urgente como sostenible.
Es cierto que, en Latinoamérica, el Cono Sur se va convirtiendo en la subregión más castigada, pero en Argentina, de nuevo, el confinamiento más bien obligado desde el viernes 20 de marzo pasado ha servido para frenar -hasta ahora notablemente- la embestida del Covid-19, tanto su contagio, como en ocurrencia de casos mortales que, como sabemos, aumentan en poblaciones arriba de 60 o 70 años.
Al momento de escribir esta nota, el viernes 12 de junio, en Argentina se reportan unos 740 decesos y 26.000 infectados. Aunque es de aclarar que la curva del crecimiento exponencial del Covid-19 continúa trepando, se mantiene aún en su fase ascendente. Eso sí, en condiciones que están de lejos, pero de lejos, del desastre épico que impúdicamente exhibe el Estados Unidos de Trump: allí los muertos son ya 116.000 y los contagiados han superado los 2 millones de personas.
Sí, el manejo de la pandemia pareciera que es algo aceptable en el país austral, pero los recursos financieros frescos que se requieren con urgencia para encarar los desafíos económicos enfrentan ahora una dura negociación con el Fondo Monetario Internacional.
En tal sentido tómese en cuenta que, como parte esencial del contexto de las referidas negociaciones, Argentina tiene una deuda de casi 331.000 millones de dólares, lo que representa un 82 por ciento del total de producción anual, de su producto interno bruto (PIB).
Por supuesto que la carencia de recursos directa y significativamente afecta la capacidad institucional. Ese es uno de los rasgos más sobresalientes de lo que es la política pro-cíclica de muchos países. En la misma, los gastos del gobierno -operación e inversión- tienden a ser elevados durante períodos de alto crecimiento económico, y esos egresos son menores cuando más se necesitan, es decir en tiempo de crisis, como la actual.
Al respecto y como un rasgo que fue común a la región latinoamericana, véase cómo durante el período de 2003 a 2014 aproximadamente, los altos precios de las materias primas favorecieron a la región. Esa fue la marea alta que elevó los desempeños presidenciales de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, de Uribe y Santos en Colombia, de Correa en Ecuador, de Hugo Chávez en Venezuela y de “Lula” da Silva en Brasil.
Tiempos de bonanza en cuanto al ingreso de divisas. Monedas locales “fuertes” es decir débiles en cuanto a favorecer las exportaciones. Esos altos ingresos de divisas no se debían tanto al volumen de exportaciones, sino a las facturas internacionales, es decir, a los altos precios de los bienes que se vendían en los mercados foráneos.
En los países de la región, en lugar de promover inversiones en sectores estratégicos que posibilitaran diversificar las fuentes de ingreso, con exportaciones de mayor valor agregado, se impuso la indiferencia y la desidia. Y como sabemos, no es posible tener planes estratégicos de desarrollo, cuando se es prisionero de visiones cortoplacistas.
Con monedas “fuertes”, lo que se traduce, entre otras consideraciones, en dólares baratos, en lugar de ir cancelando las deudas, muchos gobiernos continuaron aumentando los montos en los cuales hipotecaban el futuro de los países. Populismos generalizados que no discriminaban por rasgos ideológicos de los diferentes gobiernos.
El caso de Argentina es notablemente aleccionador. Sus exportaciones agrícolas no sólo dependen del clima, sino que tienen una demanda poco elástica. De esa cuenta, aunque el régimen de Mauricio Macri (2015 a 2019) dio incentivos fiscales a fin de promover las exportaciones, las mismas no dependían tanto de la competitividad interna, de los factores sub-sistémicos. Lo que promueve esa capacidad exportadora, es esencialmente la demanda que tiene lugar en los mercados externos.
Cuando esa demanda cae -como está ocurriendo actualmente- las masas de producto, los inventarios en los mercados internacionales, tienden a aumentar. Resultado: bajan los precios de esos bienes. De nuevo negociaciones, de nuevo los laberintos de las condicionalidades.
Se podrá argumentar que, durante los gobiernos del kirchnerismo, los préstamos en general no tenían mayores condiciones. Cierto. Se trataba de créditos que Buenos Aires obtenía de Caracas, eran tiempos de altos ingresos petroleros. Ese dinero no conllevaba mayor condicionalidad, pero era más caro. Total, de nuevo las consecuencias de políticas de corto alcance, que no redundan en resultados sostenibles para las sociedades.