Como en los cuentos de hadas, la temporada de tres conciertos de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela con Gustavo Dudamel, en el Teatro Mayor, tuvo un final feliz.
Eso, claro, se veía venir. Pero no se podía cantar victoria antes de tiempo.
Se “veía venir” porque, hoy por hoy, la orquesta venezolana es una de las mejores del mundo, pero, ojo, que no es “una más” dentro de las mejores. Lo propio hay que decir de Dudamel, que está en la élite de los grandes directores, y como su orquesta, tampoco es “otro más”.
Por su parte la orquesta ha demostrado que es posible hacer música sinfónica en las mejores condiciones artísticas con un número considerable de instrumentistas, sin caer en aquello que hace unas décadas se calificaba como “gigantismo”. Dudamel ha traído nuevos aires a su oficio, sabe lo que hace y posee lo que es la rúbrica de los grandes, inspira a sus músicos y logra transmitirlo al público. De eso se trata, de producir en el auditorio una auténtica emoción, pero con honestidad artística.
Así ocurrió la noche del pasado viernes 1 de julio, con un programa osado donde los haya: Stravinski, el mundo de los “Ballets rusos” de Sergei Diaghilev y su estrella, el bailarín Vaclav Nijinsky, con “Petruska” y “La consagración de la primavera”.
Acto I: Petrushka
“Petrushka” no es un ballet más dentro de la historia de la danza. La coreografía de Mikhail Fokine hizo realidad los ideales de Salvatore Viganò, el coreógrafo de “Las creaturas de Prometeo” de Beethoven, que buscaba a toda costa una suerte de “realismo” al marcar un movimiento diferente para cada uno de los presentes en el escenario, unidos por el hilo conductor de la presencia de Nijinsky, encargado de darle vida al muñeco de la feria del cuento.
Es, en apariencia, una anécdota. Pero Stravinski entendió perfectamente de qué se trataba la esencia dramatúrgica e inundó su paleta con toda suerte de colores, de genialidades tímbricas y de un ritmo incesante que recorre la partitura de principio a fin, con un sentido de unidad francamente admirable.
Lo entiende Dudamel, que dispone de una orquesta que le secunda esa búsqueda, pero con una fuerza expresiva que obligaba al auditorio a volar con la imaginación, y muchísimo más la de aquellos que conocen el ballet de Fokine.
Un triunfo de la imaginación musical.
Acto II: la consagración de la primavera
Desde todo punto de vista “La consagración de la primavera” tiene que ser una provocación. Es una obra cuya esencia debe confrontar al público, como lo que fue y sigue siendo: un manifiesto.
Nijinsky en un ímpetu creativo profético se adelantó más de un siglo a su tiempo y, paradójicamente regresó la danza a su estado más primitivo, abjuró del supremo dogma del “en dehors” y, tengo la certeza, aquello fue un duelo de titanes; Stravinski, sabía que había escrito una de las obras más osadas de la historia, pero, inteligente como era, debió percatarse de que Nijinsky era un profeta loco. Fue la coreografía la que provocó el escándalo de la noche del estreno, así el gran Igor luego se autoproclamara como la estrella del escándalo y divulgara hasta la saciedad que el coreógrafo no poseía las condiciones musicales para entender la magistral partitura en toda su complejidad; lo cual era verdad, como también lo era que él era el músico y el otro el creador de un ballet que, tan moderno, que hasta podía independizarse de la música.
La “Consagración” de Dudamel y su orquesta consiguieron ir justamente a esa esencia; ellos saben que no es suficiente resolver a cabalidad la colosal complejidad de la música, pues se impone la necesidad de ampliar la búsqueda. Lo lograron con la materialización de un sonido innovador, una orquesta que por momentos tenía la imponencia de un órgano capaz de producir sonidos inesperados, tan inesperados, como hacer que la percusión “cantara” y que los arcos de la cuerda dejaran una sensación de percusión, francamente milagrosa.
La verdad es que la Simón Bolívar es un ejército; lo es a la manera de la legendaria Orquesta de Manheim, que era “un ejército constituido sólo por generales”.
A la final, una “Consagración de la primavera” que se negó a sonar como un “clásico”, sino como un manifiesto.
Acto III
El público lo entendió y se enloqueció. Entonces vino la tercera parte de la noche. Primero, un intento de cerrar el círculo, pues el primer “encore” fue el final del primero de los tres grandes ballets de Stravinski, “El pájaro de fuego”, y enseguida, el guiño afectuoso para el público, primero con “Colombia, tierra querida”, y enseguida la venezolanísima “Alma llanera”.
Esta historia tuvo un final feliz.