Por Juan Carlos Eastman Arango*
AÑOS atrás advertíamos que la sociedad internacional debería emprender la construcción de un nuevo marco de relaciones, a partir de la evidencia inocultable de la decadencia de los Estados Unidos y su desconexión selectiva de escenarios regionales, cuya valoración geopolítica había cambiado de forma radical frente a compromisos característicos de la arquitectura de seguridad de la guerra fría. La tendencia había comenzado a proponerse durante las administraciones presidenciales de William Clinton, y en medio de las cruentas iniciativas del republicano George W. Bush, el esfuerzo estadounidense conservó el nuevo enfoque. Con Barack H. Obama, durante sus dos gobiernos, la concentración de intereses geográficos se acentuó, dejando establecidas las bases de una futura visión global desde Washington.
Aún no podemos afirmar que existe una proyección doctrinal y sostenida de los Estados Unidos frente a los desafíos, los medios y su adaptación a la dinámica de un mundo menos estadounidense, sin hegemonías establecidas y reconocidas todavía, pero con actores regionales y organizaciones que intentan posicionarse, de forma convincente, como negociadores, contendores creíbles y pivotes del futuro orden mundial.
Por estas razones, el ascenso político de un personaje proveniente de la más reconocida tradición capitalista neoyorkina y modelo de éxito catapultado por programas televisivos en los que, de forma paradigmática, lucía como el referente para los jóvenes profesionales de su país, no puede dejarnos indiferentes. Sin duda nos resulta un protagonismo ingrato y provocador, explorador y explotador de la emocionalidad primaria y básica de los seres humanos, alentador del egoísmo individual, familiar y corporativo, cuya altanería mesiánica lo acerca a las expresiones populistas y aventureras conocidas en nuestro Sur Global y en las manifestaciones nacionales aún de la extrema derecha euroescéptica y peligrosamente nostálgica del siglo XXI.
Su visión de la problemática global y del lugar de los Estados Unidos en un mundo menos regulado y más tolerante frente a los abusos y las transgresiones de todo tipo, lo convierte en un producto familiar con el aceleramiento de la transición sistémica y la “tormenta perfecta” previa al nacimiento de un nuevo concepto de sociedad internacional.
En otras palabras, Donald Trump es una criatura inherente a la crisis y su papel, como eventual presidente de su país, es profundizarla en medio del desorden que experimentamos desde hace 25 años. En consecuencia, aquellos que no compartimos, desde ningún punto de vista, su estilo personal y las amenazas extravagantes contra aquellos provenientes o ubicados en lugares vecinos o más lejanos de Estados Unidos, debemos tomar en serio nuestras condiciones, opciones y posibilidades de asumir, también, desconexiones selectivas y progresivas en la fase final de la crisis sistémica.
Entre la agitación de la campaña por la nominación como candidato oficial a la presidencia, en un partido desorientado y acéfalo gracias a la penosa herencia de George W. Bush, y la exigencia que impone ser una alternativa de poder real, en el proceso regular y formal frente a sus compatriotas, el tono pasional, deslucido y desmedido de las palabras de Donald Trump sufrirán modificaciones que permita a sectores indiferentes acercarse a su campaña y sumarse a su invitación de “Primero América”. No cabe duda que las agresiones y amenazas contra aquellos que tienen creencias religiosas, orígenes y experiencias socio-culturales y geografías desigualmente articuladas al malestar social estadounidense, son fuente de mortificación y preocupación; cada uno de esos señalamientos, que aspira a hacernos responsables de la crisis estadounidense y de su decadencia integral ante sus simpatizantes convencidos y sus potenciales electores, reactualizan, frente al resto del mundo, una nueva versión del “gringo incendiario” en las relaciones internacionales.
Durante los meses restantes previos a la fecha para la elección del nuevo presidente estadounidense pueden suceder cosas inesperadas frente a la conducción de las campañas; una de ellas, por ejemplo, el aumento de un entorno de inseguridad personal y hostilidad contra Donald Trump, desde adentro y desde afuera de los Estados Unidos, proporcional a su verbalismo demagógico y perturbador de la convivencia doméstica y con extranjeros: ¿qué sucedería si sufriera un atentado criminal o terrorista, y que dejara una de estas tres posibilidades: salir ileso, sufrir lesiones leves o serias, o su muerte? Escenario horripilante, sin duda, pero no ajeno al tipo de mundo que hemos tolerado en este siglo XXI cargado de negaciones acumuladas.
También irrumpen otras posibilidades: que, conocedores extranjeros del papel del miedo sobre los electores, acompañados por el ascenso de la emocionalidad propia del revitalizado discurso de la “excepcionalidad americana” -contradictores políticos gubernamentales de otras partes del mundo, como actores irregulares de la política y la violencia internacionales de nuestros días-, propicien la creación de un ambiente susceptible de influir sobre los ánimos ciudadanos en aquel país: ¿Nuevos conflictos regionales? ¿Profundización de la degradación de los existentes? ¿Anuncios de pruebas de fuerza frente a alguna candidatura partidista en Estados Unidos que promete, si triunfa, adoptar decisiones inconvenientes o desestabilizadoras para algunos intereses nacionales?
Finalmente, también podemos enfrentarnos a un escenario con variables propiciadas por la misma campaña, cada vez más cerca del momento decisivo, como las famosas “sorpresas de octubre” de cada proceso electoral, reales o verosímiles, que inscritas en la atmósfera de crispación que, hasta ahora, parece caracterizar el efecto Trump sobre sus compatriotas y el resto del mundo, provoquen reacciones que validen su agenda e involucren a los indiferentes o indecisos para esos instantes finales de la contienda electoral.
Muchos lamentamos el reconocimiento que los estadounidenses vienen dando a la candidatura de Donald Trump. No la consideramos una opción razonable para Estados Unidos en el mundo que despunta para la década siguiente. Pero sí es una magnífica oportunidad, para el resto del mundo, para tomarse en serio su existencia y sostenibilidad generacional con su propia construcción de una desconexión política selectiva y gradual y una asimetría menor con aquel país. No debemos aceptar un mundo manejado, otra vez, a las “Trumpadas” por un gobierno aislado de las necesidades colectivas del planeta.
*Historiador, Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Javeriana.Miembro del Ceaami (Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico) y del Cesdai (Centro de Estudios en Seguridad, Defensa y Asuntos Internacionales).