Hoy, cuando se lleva a cabo el proceso de entrega de armas y caletas por parte de las Farc, lo último aplazado hasta septiembre, es evidente que uno de los factores que ha fomentado el revolucionarismo, en Colombia, fue el establecimiento del delito político en una categoría diferente a las conductas ilícitas comunes. Porque de antemano las instituciones dejaron abierto el boquete para la anarquía. Y con ello sobrevino el tratamiento más benevolente de la rebelión, la sedición y la asonada, a través de la amnistía o figuras similares.
De tal modo, el mensaje desde los mismos inicios de la República fue claro: siempre era posible adoptar la violencia como acicate de la política. Al fin y al cabo los anarquistas, fueran ellos rebeldes o sediciosos, tenían finalmente la posibilidad de ser perdonados cualquiera fuera el grado de fechorías cometidas. Y cómo en Colombia, desde la creación republicana, no hubo nunca una revolución exitosa, a pesar del sinnúmero de intentos desde esa época a la actualidad, los indultos y las amnistías siempre estuvieron a la mano para los revolucionarios fallidos.
La única salvedad fue la revolución de 1861 que logró el derrocamiento del gobierno, cuando el presidente y los designados salieron de Bogotá, ante la arremetida del binomio Mosquera-Obando, y solo quedó de presidente interino, Juan Crisóstomo Uribe Echeverri, ministro de gobierno y de guerra. En principio, esa administración legítima logró la baja de Obando, eterno sospechoso del asesinato del mariscal Sucre, pero cuando Mosquera entró por el otro flanco de la capital se tomó Palacio y luego, en venganza, fusiló en el Panóptico al mandatario transitorio y los funcionarios que defendían la Constitución y el orden. Es, desde luego, lo que siempre hacen las revoluciones triunfantes.
En el caso contrario, es decir, cuando las instituciones prevalecen, los gobiernos colombianos han sido ampliamente generosos en los perdones, sobre la base acostumbrada del delito político y su relación penal más benévola o nula. Ello, de algún modo, ha determinado los casi dos siglos de historia republicana, con el desgaste estatal consecuente. Y ha sido un procedimiento particularmente activo en las últimas décadas, inclusive flexibilizando el sistema a través de un anexo con el listado de los delitos comunes asociados. Se ha tratado y todavía se trata, pues, de hacer excepciones a la aplicación de la justicia y por esa vía lo excepcional se convirtió en norma. Con lo cual se terminó dando piso a una cultura que es, precisamente, la que aún mantiene vigencia al dejar intacto el concepto de que puede ser legítimo rebelarse, a través de las armas y el terror, y proceder con la crudeza y la sangría de que han sido víctimas los colombianos en los tiempos recientes.
La idea del delito político tiene orígenes muy remotos cuando algunos jesuitas, como Mariana o Covarrubias, afirmaron que era factible rebelarse ante las leyes injustas de las monarquías, entonces en curso, en España y Europa. Pero otra cosa, ciertamente, es la democracia moderna ya que en este sistema, cuando las leyes son improcedentes, basta con ganar las mayorías y derogarlas, modificarlas o crear otras. Para ello, precisamente, están las elecciones donde es el pueblo el que juzga lo razonable y conveniente y por eso todos los ciudadanos están en capacidad de elegir y ser elegidos. Por lo cual el delito político debería perder todo espacio institucional, mucho más después de demostrarse la infertilidad y los traumas imperecederos, en el rostro nacional, de las acciones terroristas que han sido practicadas con tanto odio y sevicia, y todavía se mantienen como eterno reciclaje de la violencia en el país.
Frente al concepto de delito político se acogió hace un par de décadas las cláusulas del Estatuto Penal de Roma a fin de adoptar el Derecho Internacional Humanitario como legislación interna, principalmente en la protección de los civiles. Se creyó que esos postulados servirían de disuasión a la depredación y la barbarie, pero no fue así. Aunque ya no hay campo para la amnistía generalizada de los máximos responsables del terror, se mantuvo por igual el tratamiento divergente de la justicia general con base en los mismos criterios de siglos anteriores de encontrar la menor sanción posible. En todo caso buena parte de la reacción del plebiscito, que denegó los acuerdos de la Habana, se dio porque tácita y conjuntamente la mayoría de los colombianos no acuerdan en mantener el delito político como concepto.
Así las cosas, con el fin de las armas de las Farc, el mejor monumento para la historia de Colombia es derogar el delito político de las instituciones. Sea esta la fecha histórica que sirva para recordarlo y hacerlo.