A propósito de los infames asesinatos policiales que han venido golpeando últimamente a los afrodescendientes en los Estados Unidos, y que terminaron en la antagónica y horrenda matanza de cinco policías blancos esta semana, en Dallas, Texas, podría decirse que el problema básico del racismo consiste en que todavía es un mecanismo atávico por medio del cual, a través del color de la piel y la fisonomía humana, se generan implícitamente lazos de recóndita familiaridad entre los mismos componentes, así como hostilidad y rechazo ante quienes, bajo la condición física opuesta, se presentan como adversos y desconfiables.
El racismo es, por tanto, una reacción primitiva, seguramente proveniente del primer interrogante a partir de encontrarse las tribus con que había semblantes diferenciados, a medida que se apropiaban del mundo, mientras pasaban de nómadas a sedentarias y extendían y consolidaban la hegemonía racial como elemento asociativo y fundamento del dominio comunitario en sus territorios. El color de piel se convirtió, entonces, en un hecho primario de confianza, en tanto que el color contrario o el aspecto divergente despertaba, de hecho y de inmediato, desconfianza. Circunstancia ésta, a su vez, que a través del dilatado trayecto de la humanidad fue volviéndose un canon sicológico, dando cabida al factor racista, a partir de lo cual se crearon, finalmente, tendencias morales y juicios de valor que sirvieron para explicar o justificar las culturas y las civilizaciones, muchas de ellas en pugna permanente.
Fue así como se explayó la idea de que, bajo el entramado físico, se supone que personas de la misma apariencia tienen tendencias y principios comunes que defender y también que oponer ante las manifestaciones fisonómicas de otra índole que de inmediato, en tal modo de pensar, sugieren referentes y valores amenazantes, frente a los cuales protegerse. De esta manera, en muchos ejemplos de la historia, terminó tomándose de axioma que era en la biología donde estaba la causa última y el motor de los procesos históricos y sociológicos. Y que, en ese sentido, ella era la condición determinante del ejercicio humano. Una verdadera bomba mental que, no por extravagante, ha dejado de ser la premisa rutinaria en muchos de los acontecimientos y hecatombes universales.
De suyo, el racismo está hoy a la orden del día en los sucesos mundiales, pese a que se desconozca e incluso ya proscrito el apartheid surafricano como último reducto del oprobio. Y ha venido a restablecerse, al parecer para quedarse, aun a tan poco tiempo del culmen del fanatismo que significaron las premisas y los métodos de los nazis y, más recientemente, los genocidios y la inseminación a rajatabla en zonas de la antigua Yugoeslavia, al igual que en las todavía frescas matanzas de Kenia, entre tribus del mismo color pero de diferente semblante.
Por su parte, es común hablar en la actualidad del “choque de civilizaciones”, para explicar las incidencias bélicas y terroristas del mundo. Pero en el trasfondo, aun si se ponen de presente las divisiones religiosas como elemento único, también subyacen expresiones racistas que, como se dijo, son incluso anteriores al tejido de conceptos y creencias de las que derivan. Caso típico, el Estado Islámico, que a no dudarlo y aparte de la teología cruda y fundamentalista tiene un acervo racista inmenso, encubierto en la desconfianza inverecunda que despierta la más mínima diferencia de raza. Para no hablar, ciertamente, de otros casos donde el conflicto, aparte de religioso o político, también devela cierta cantidad de racismo. De mucho de ello deriva, asimismo, que la inmigración sea hoy uno de los principales problemas del mundo.
Para no ir más lejos, y en un caso aparentemente diferente, también puede decirse que la cacareada salida del Reino Unido de la Unión Europea, a más de las causas políticas, económicas y nacionalistas de común referencia, tuvo un cierto tufillo racial porque, precisamente, una de las motivaciones de la población de base para votar por el Brexit fue el declive de los raizales británicos frente a los europeos a los que se les abrieron las puertas, tras la caída del bloque soviético, en particular húngaros y polacos que en una suma apreciable se establecieron en Gran Bretaña. Y ya se sabe que la misma conducta se pide en otros países fundamentales de la tambaleante Unión Europea.
Todo lo anterior para llegar a las circunstancias dramáticas que se vivieron esta semana en Estados Unidos, justamente al final del único gobierno no blanco en la historia de ese país, caso que daba para presumir el cierre definitivo de las enquistadas tensiones raciales, pero que por desgracia son la demostración fehaciente de que el racismo, no solo allí sino en el mundo entero, es el anatema de los tiempos contemporáneos. Una notificación reiterativa de la que nadie debería escaparse.