- Una paz con fórceps
- El desprecio del consenso
Con el anuncio esta semana del nuevo Nobel de Paz, otorgado a una entidad antinuclear que asocia a decenas de organizaciones no gubernamentales del mundo, particularmente preocupadas con la tensión en Corea del Norte e Irán y dedicadas a pedir la resolución del tema por la vía de la negociación, termina la vigencia inmediata del galardón que ganó, hace un año, el presidente Juan Manuel Santos, quien ahora pasa a ostentar la solemne dignidad al lado del puñado de latinoamericanos acreedores del emblema en el subcontinente, como los argentinos Carlos Saavedra y Adolfo Pérez Esquivel, el mexicano Alfonso García Robles, el costarricense Oscar Arias y la guatemalteca Rigoberta Menchú.
Hace doce meses, el país comenzó a hacer parte de esa exclusiva galería, en cabeza de Santos, justo después del plebiscito, un hecho histórico que sin embargo aún tiene hondas repercusiones en la interpretación política y el tejido jurídico de la democracia nacional. De hecho, el jurado nórdico intentó morigerar el impacto negativo del evento plebiscitario colombiano, cuyo resultado se decantó legítimamente por la denegación popular de las condiciones del acuerdo firmado entre el gobierno Santos y la guerrilla de las Farc, cuando por el contrario el éxito y el abrumador respaldo en las urnas se daba por descontado, tanto en las encuestas como en los cálculos periodísticos y académicos. Fue, en buena parte por el descalabro gubernamental, que se escogió al primer mandatario colombiano como destinatario de la insignia pacifista con el objeto de propiciar, ante la voz diáfana y mayoritaria del constituyente primario, una paz nacional y por consenso que aglutinara los diferentes sectores, abiertamente enconados a raíz del innecesario pero contundente suceso que dividió irremediablemente en dos mitades al país, pero con prevalencia de los que pedían renegociación.
Desde el punto de vista colombiano, pues, el Nobel de Paz quedó indefectiblemente atado al plebiscito, puesto que fue otorgado a los pocos días de la debacle democrática para los acuerdos y como elixir a la melancolía reinante en las huestes oficialistas. La alegría cundió, entonces, no tan solo por el premio en sí mismo, que en todo caso fue motivo de amplia felicitación nacional, sino porque parecía un acicate para continuar y consolidar los plausibles acercamientos entonces iniciados por el Gobierno, como vocero del Sí derrotado, con los representantes visibles del No. En principio, todo parecía marchar bien, pero a poco del anuncio del galardón, y pese a las reuniones pendientes, se decidió intempestivamente cerrar el ciclo de la renegociación, en La Habana, cuando los temas sustanciales, propios del debate plebiscitario, estaban por discutirse. Con ello se reabrió el gigantesco boquete de la polarización. Nunca, como en ese momento, el país estuvo tan cerca de lograr una paz consensuada, sobre cuya base se hubiera logrado la legitimidad que el mismo Gobierno había buscado con la convocatoria popular, según lo informó una y otra vez, y que, como se dijo, le fue democráticamente adversa. No obstante, con ductilidad y sindéresis se hubiera podido conseguir una alternativa legítima auspiciosa, diferente al desgastado pulso de los temperamentos que iba en franca vía de superación, a través del acuerdo político que se estaba gestando y que, luego de escuchar la voz popular, salvara la paz del espinoso divisionismo acostumbrado y se comenzara a desenvolver en un ambiente generalizado de reconciliación.
Todo esto fue un espejismo o apenas una mera ilusión. Establecido de nuevo el escenario polarizante, aparentemente bajo la premura de que debía recibirse el Nobel en pocas semanas, se procedió al leguleyismo desembozado, por todos conocido, del llamado acuerdo del Colón a la espuria refrendación del mismo por vía de una resolución congresional de evidente carácter inferior y abiertamente contradictoria de la voluntad popular. Recibido el Nobel, ya la división de la sociedad prosperaba en mayor medida que en tiempos del plebiscito, con el as bajo la manga de la intangibilidad, omnipotencia y celeridad de los protocolos emanados del acuerdo del Colón y su fe de erratas, sin poder mover una coma por parte del Congreso. Así se dio inició a la denominada fase de implementación, en la cual, luego de un año del anuncio del jurado nórdico, se ha entregado el armamento guerrillero a la ONU, sin mayor escrutinio público pero con la eliminación final de los delitos; se han encontrado, al mismo tiempo, trampas, falencias, disidencias armadas e incertidumbre sobre los menores y los desmovilizados de las zonas veredales; y se mantiene la apatía en las encuestas, bajo la misma polarización que se pudo evitar.
Ahora, cuando la Corte Constitucional finalmente reinstauró las atribuciones parlamentarias para hacer las leyes, lo que pudo solucionarse antes, cuando se otorgó el Nobel, el proceso ya evidencia un desgaste superlativo y se insiste en una paz con fórceps. Una lástima que siga siendo así.
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