El ataque de nervios

Lunes, 12 de Junio de 2017

En los últimos días parecería haber una preocupación, en algunos sectores, de cómo pasará el presidente Juan Manuel Santos a la historia. Faltando todavía un buen trecho para cumplir su doble mandato, cuando su imagen está en los mínimos a seis meses de haber recibido el Premio Nobel de Paz, la sola incógnita deja entrever cierto afán por garantizar que el sitial no se vaya de las manos. Y para ello se enfatiza que, luego de 52 años de alzamiento de las Farc, instrumentó el pacto de su desactivación y con ello se ganó aquel galardón. Lo cual, por descontado, debe ponerlo a la misma altura de gobernantes latinoamericanos como Oscar Arias y otros premiados del continente sin carácter político. De hecho, el Nobel a Santos se asienta en “sus grandes esfuerzos para finalizar la guerra civil de más de 50 años en Colombia”, según el dictamen que, dentro de la sapiencia original e integral del comité de noruegos, quedó inscrito en mármol como la realidad colombiana.

El error, por supuesto, tiene que ver con pensar que el Nobel debería haber incidido directamente en las encuestas y por tanto ser un acicate en la favorabilidad presidencial. Desde luego, ningún Nobel es para eso y por el contrario es más bien un aliciente personal que no repercute necesariamente en el espectro popular. Si bien el anuncio del Premio Nobel a Santos se convirtió en un hecho político del exterior en medio de la debacle interior del plebiscito, de la cual el país todavía no se recupera, desde ese punto de vista sirvió en alguna medida para retomar algo de oxígeno tras la hecatombe electoral y medio salvar un acuerdo que sin embargo, en vez de fortalecerse en el amago de consenso posterior, terminó suscitando más polarización, la recurrencia al leguleyismo - que aún tiene la legitimidad de lo pactado en vilo- y desdiciendo precisamente de que fuera un premio para todos los colombianos. Pero eso, en modo alguno, quita un ápice al carácter histórico del Nobel a Santos. Basta con decirlo y reiterarlo a satisfacción de quienes quieran aducir el premio como salvaguarda histórica, porque en ese caso, para los que creen que el galardón noruego determina las páginas, eso está más que garantizado. No importa, por ejemplo, que el Premio Nobel de Paz hubiera quedado indefectiblemente quebrado en un ala desde que el comité se lo negó reiteradamente a un personaje de la dimensión universal de Gandhi, ni tampoco que sea una presea que no ha calado, en la magnitud esperada, en el imaginario colombiano. Porque, sea lo que sea, Santos ha accedido al olimpo del pacifismo promovido por el inventor de la dinamita y allá está, en los anales del país nórdico, aun así sea por desgracia de los presidentes más impopulares en la historia colombiana. Eso a veces ocurre, no muy frecuentemente, pero casos se dan en el mundo con los nóbeles de Paz y son también ejemplo histórico.

Frente a ello, no vale la pena entrar a dilucidar cuánto de la desactivación de las Farc se debió al Plan Colombia y el uso que de aquel hizo Santos para desmantelar, como nadie, la cúpula de esa organización a través de bajas consecutivas. Ni tampoco si la negociación fue equilibrada o por lo menos reflejo de lo que pensaban una mayoría de colombianos y que hoy, de acuerdo con los sondeos, ha subido y ronda entre el 70 y el 80 por ciento, es decir, una proporción no despreciable del país. Es lo que la revista Semana en su último artículo de portada llama el “colapso de la imagen”. Una imagen bordeando la negativa de la propia guerrilla, ambas tan solo entre el 10 y el 15 por ciento de favorabilidad acorde con los últimos sondeos. Y que, en la misma medida, un análisis de El Tiempo dominical pide superar a través de al menos una foto en que las Farc aparezcan entregando las armas, aunque no importa que no sean los propios jefes los que lo hagan, para que una gráfica así no parezca “rendición”, ni “humillación”. La analista incluso se transa por una fotografía de las armas, a distancia, en los enseres de la ONU. Una foto para placebo del público. Mejor dicho cualquier cosa publicitaria que, más allá de hacer innecesariamente “trizas” un proceso embarullado por sí mismo y definitivamente firmado en obra gris, además de carente de la voluntad popular prometida, lo saque de la improvisación, los errores y la “chambonada”, según decir de los mismísimos auxiliares presidenciales.

Desde luego, el paso a la historia de Santos ya suscita todo tipo de interpretaciones, desde estar “encandilado por la vanidad”, según un reciente articulista del periódico de mayor circulación, hasta la otra orilla de compararlo con Churchill y Nixon. Sea lo que fuere, aquí y ahora, como también dice Semana, el país vive presa de “un ataque de nervios”. Es indispensable el timonel.